viernes, 12 de junio de 2020

BEATRIZ Y HÉCTOR







                                               Iván Ljubetic Vargas, historiador del
                                               Centro de Extensión e Investigación
                                               Luis Emilio Recabarren, CEILER





Vivimos tiempos terribles. Las noticias nos golpean duramente. Ayer hubo una que me impactó muy fuerte. Fue el fallecimiento de Beatriz Dumond, ocurrido a la 7,30 de ese miércoles 10 de junio de 2020.

La conocí, siempre junto a su compañero Héctor, en un acto del Centro de Extensión e Investigación Luis Emilio Recabarren, CEILER,  y los continué  encontrando en toda actividad que realizamos,  estando ellos en el país. Ambos se hicieron socios del CEILER.

Beatriz Dumond es la solidaridad internacional personificada. Militante del Partido Comunista Francés, dedicó sus mejores esfuerzos a la solidaridad con el pueblo chileno.

La recuerdo muy fraternal, sencilla, generosa y sonriente. Nos duele su partida. Pero seguirá siempre presente en los actos del CEILER y en nuestros corazones.

Mi solidaridad para Héctor Herrera, su compañero. Nuestro compañero. A quien conocía sin saber que es un héroe. Ahora me impuse que fue él quien permitió encontrar el cadáver de Víctor Jara y acompañó a Joan Jara en el solitario funeral.               

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Joan Jara, la compañera de Víctor, relata en “Víctor Jara un Canto Truncado”:
“Martes 18 de septiembre. Aproximadamente una hora después de levantarse el toque de queda, oigo el ruido del portón, como si alguien intentara entrar. Todavía está cerrado con llave. Me asomo a la ventana del cuarto de baño y veo a un joven afuera. Parece inofensivo y me decido a abrirle. Me dice con voz baja:
-Estoy buscando a la compañera de Víctor Jara. ¿Vive aquí? Por favor, confíe en mí. Soy un amigo –me muestra su carné-, ¿Puedo entrar un minuto? Tengo que hablar con usted –parece nervioso y preocupado. Me dice en un susurro-: Soy miembro de las Juventudes Comunistas.
Abro la puerta para que entre y nos sentamos en la sala.
-Lo siento, tenía que encontrarla... Lamento decirle que Víctor ha muerto... Encontramos su cuerpo en la morgue. Un compañero que trabaja allí lo reconoció. Le ruego que sea valiente y que me acompañe para identificarle. ¿Llevaba calzoncillos azul oscuro? Tiene que venir, porque su cadáver lleva allí más de cuarenta y ocho horas y, si nadie lo reclama, se lo llevarán y lo enterrarán en una fosa común.
Media hora más tarde me encuentro conduciendo como una autómata a través de las calles de Santiago con el joven desconocido a mi lado. Héctor –así se llamaba- había estado trabajando en la morgue, el depósito de cadáveres municipal durante la última semana, tratando de identificar cuerpos anónimos que llegaban diariamente. Era un muchacho amable y sensible y había corrido un gran riesgo yendo a buscarme. En su condición de empleado tenía una tarjeta especial y, después de mostrarla en la entrada, me introdujo por una pequeña puerta lateral del edificio, a pocos metros de los portales del Cementerio General... Bajamos un oscuro pasadizo y entramos en una enorme sala. Mi nuevo amigo me apoya la mano en el codo para sostenerme mientras contemplo las filas y filas de cuerpos desnudos que cubren el suelo, apilados en montones, en su mayoría con heridas abiertas, algunos con las manos todavía atadas a la espalda. Hay jóvenes y viejos... cientos de cadáveres... en su mayoría parecen trabajadores... cientos de cadáveres que son seleccionados...
Nos envían a la planta superior. El depósito está tan repleto que los cadáveres llenan todo el edificio, incluyendo las oficinas. Un largo pasillo, hileras de puertas y, en el suelo, una larga fila de cadáveres, éstos vestidos, algunos con aspectos de estudiantes, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta... y en la mitad de la fila descubro a Víctor.
Era Víctor, aunque le vi delgado y demacrado. ¿Qué te han hecho para consumirte así en una semana? Tenía los ojos abiertos y parecía mirar al frente con intensidad y desafiante, a pesar de una herida en la cabeza y terribles moratones en la mejilla. Tenía la ropa hecha jirones, los pantalones alrededor de los tobillos, el jersey arrollado bajo las axilas, los calzoncillos azules, harapos alrededor de las caderas, como si hubieran sido cortados por una navaja o una bayoneta... el pecho acribillado y una herida abierta en el abdomen... las manos parecían colgarle de los brazos en extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas... pero era Víctor, mi marido, mi amor”.
En otra parte de su libro, Joan Jara, relata: “Ahora era necesario reclamar legalmente el cadáver de Víctor. La única forma posible era llevarlo inmediatamente desde el depósito hasta el cementerio y enterrarle..., tales eran las órdenes...
El papeleo, el cumplimiento de todos los trámites, llevó horas... Por fin todo estuvo dispuesto. Con el ataúd sobre un carrito de ruedas, estamos listos para cruzar hasta el cementerio. Al llegar a la puerta nos encontramos ante un vehículo militar que entraba con más cadáveres. Alguien tenía que ceder el paso... el conductor tocó la bocina y nos hizo ademanes airados, pero permanecimos inmóviles y en silencio hasta que retrocedió para dar paso al ataúd de Víctor.  La caminata hasta el lugar del cementerio donde Víctor sería enterrado debió llevarnos entre veinte y treinta minutos. El carrito chirriaba y rechinaba sobre el pavimento irregular. Caminamos y caminamos... mi nuevo amigo Héctor a un lado, mi viejo amigo Héctor al otro. Sólo cuando el ataúd de Víctor desapareció en el nicho que nos habían asignado estuve al punto de desplomarme. Pero estaba vacía de sentimientos o sensaciones y sólo se mantenía viva la idea que Manuela y Amanda esperaban en casa, preguntándose qué ocurría, dónde estaba yo”.
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Mi emocionado recuerdo y mi cariñoso homenaje a la compañera Beatriz Dumond.
Mi solidaridad para Héctor Herrera en este momento de dolor. Y nuestro homenaje de admiración por haber sido ese heroico militante de las Juventudes Comunistas.