Iván
Ljubetic Vargas, historiador del
Centro
de Extensión e Investigación
Luis
Emilio Recabarren, CEILER
Vivimos tiempos terribles. Las noticias nos
golpean duramente. Ayer hubo una que me impactó muy fuerte. Fue el fallecimiento
de Beatriz Dumond, ocurrido a la 7,30 de ese miércoles 10 de junio de 2020.
La conocí, siempre junto a su compañero Héctor,
en un acto del Centro de Extensión e Investigación Luis Emilio Recabarren,
CEILER, y los continué encontrando en toda actividad que
realizamos, estando ellos en el país.
Ambos se hicieron socios del CEILER.
Beatriz Dumond es la solidaridad
internacional personificada. Militante del Partido Comunista Francés, dedicó
sus mejores esfuerzos a la solidaridad con el pueblo chileno.
La recuerdo muy fraternal, sencilla,
generosa y sonriente. Nos duele su partida. Pero seguirá siempre presente en
los actos del CEILER y en nuestros corazones.
Mi solidaridad para Héctor Herrera, su
compañero. Nuestro compañero. A quien conocía sin saber que es un héroe. Ahora
me impuse que fue él quien permitió encontrar el cadáver de Víctor Jara y
acompañó a Joan Jara en el solitario funeral.
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Joan Jara, la compañera de
Víctor, relata en “Víctor Jara un Canto Truncado”:
“Martes 18 de septiembre.
Aproximadamente una hora después de levantarse el toque de queda, oigo el ruido
del portón, como si alguien intentara entrar. Todavía está cerrado con llave.
Me asomo a la ventana del cuarto de baño y veo a un joven afuera. Parece
inofensivo y me decido a abrirle. Me dice con voz baja:
-Estoy buscando a la
compañera de Víctor Jara. ¿Vive aquí? Por favor, confíe en mí. Soy un amigo –me
muestra su carné-, ¿Puedo entrar un minuto? Tengo que hablar con usted –parece
nervioso y preocupado. Me dice en un susurro-: Soy miembro de las Juventudes
Comunistas.
Abro la puerta para que
entre y nos sentamos en la sala.
-Lo siento, tenía que
encontrarla... Lamento decirle que Víctor ha muerto... Encontramos su cuerpo en
la morgue. Un compañero que trabaja allí lo reconoció. Le ruego que sea
valiente y que me acompañe para identificarle. ¿Llevaba calzoncillos azul
oscuro? Tiene que venir, porque su cadáver lleva allí más de cuarenta y ocho
horas y, si nadie lo reclama, se lo llevarán y lo enterrarán en una fosa común.
Media hora más tarde me
encuentro conduciendo como una autómata a través de las calles de Santiago con
el joven desconocido a mi lado. Héctor –así se llamaba- había estado trabajando
en la morgue, el depósito de cadáveres municipal durante la última semana,
tratando de identificar cuerpos anónimos que llegaban diariamente. Era un muchacho
amable y sensible y había corrido un gran riesgo yendo a buscarme. En su
condición de empleado tenía una tarjeta especial y, después de mostrarla en la
entrada, me introdujo por una pequeña puerta lateral del edificio, a pocos
metros de los portales del Cementerio General... Bajamos un oscuro pasadizo y
entramos en una enorme sala. Mi nuevo amigo me apoya la mano en el codo para
sostenerme mientras contemplo las filas y filas de cuerpos desnudos que cubren
el suelo, apilados en montones, en su mayoría con heridas abiertas, algunos con
las manos todavía atadas a la espalda. Hay jóvenes y viejos... cientos de
cadáveres... en su mayoría parecen trabajadores... cientos de cadáveres que son
seleccionados...
Nos envían a la planta
superior. El depósito está tan repleto que los cadáveres llenan todo el
edificio, incluyendo las oficinas. Un largo pasillo, hileras de puertas y, en
el suelo, una larga fila de cadáveres, éstos vestidos, algunos con aspectos de
estudiantes, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta... y en la mitad de la
fila descubro a Víctor.
Era Víctor, aunque le vi
delgado y demacrado. ¿Qué te han hecho para consumirte así en una semana? Tenía
los ojos abiertos y parecía mirar al frente con intensidad y desafiante, a
pesar de una herida en la cabeza y terribles moratones en la mejilla. Tenía la
ropa hecha jirones, los pantalones alrededor de los tobillos, el jersey
arrollado bajo las axilas, los calzoncillos azules, harapos alrededor de las
caderas, como si hubieran sido cortados por una navaja o una bayoneta... el
pecho acribillado y una herida abierta en el abdomen... las manos parecían
colgarle de los brazos en extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas...
pero era Víctor, mi marido, mi amor”.
En otra parte de su libro,
Joan Jara, relata: “Ahora era necesario reclamar legalmente el cadáver de
Víctor. La única forma posible era llevarlo inmediatamente desde el depósito
hasta el cementerio y enterrarle..., tales eran las órdenes...
El papeleo, el cumplimiento
de todos los trámites, llevó horas... Por fin todo estuvo dispuesto. Con el
ataúd sobre un carrito de ruedas, estamos listos para cruzar hasta el cementerio.
Al llegar a la puerta nos encontramos ante un vehículo militar que entraba con
más cadáveres. Alguien tenía que ceder el paso... el conductor tocó la bocina y
nos hizo ademanes airados, pero permanecimos inmóviles y en silencio hasta que
retrocedió para dar paso al ataúd de Víctor.
La caminata hasta el lugar del cementerio donde Víctor sería enterrado
debió llevarnos entre veinte y treinta minutos. El carrito chirriaba y
rechinaba sobre el pavimento irregular. Caminamos y caminamos... mi nuevo amigo
Héctor a un lado, mi viejo amigo Héctor al otro. Sólo cuando el ataúd de Víctor
desapareció en el nicho que nos habían asignado estuve al punto de desplomarme.
Pero estaba vacía de sentimientos o sensaciones y sólo se mantenía viva la idea
que Manuela y Amanda esperaban en casa, preguntándose qué ocurría, dónde estaba
yo”.
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Mi emocionado recuerdo y mi
cariñoso homenaje a la compañera Beatriz Dumond.
Mi solidaridad para Héctor
Herrera en este momento de dolor. Y nuestro homenaje de admiración por haber
sido ese heroico militante de las Juventudes Comunistas.