Nueve de octubre
9 Octubre 2012
Fuente: CUBADEBATE
Cuando yo nací, el Che Guevara ya estaba muerto y su retrato había
aparecido en la portada de la revista Life. Hay, ciertamente, pocos rostros tan
impresionantes como los rostros de este hombre. Contadas imágenes o palabras
provocan una compresión y un sobrecogimiento semejantes a los que sobrevienen
con esas fotografías en las que siempre, sea en una posición u otra, en este o
en aquel país, como un secreto que no resiste más, se deja ver la estampa misma
de la sugestión.
Perdonen la confidencia, pero yo he llegado a su persona desde los terrenos
más pueriles, desde las situaciones menos épicas. En caso de que quieran decir
algo, ¿qué es lo que dicen los rostros del Che? ¿Hacia dónde, por ejemplo,
miraba aquella tarde de 1960 en que Korda lo tomó desprevenido y lo incrustó
con fiereza en todas las banderas y todos los pulóveres del mundo?
Los sucesos de La Coubre complementan las connotaciones dramáticas que por
sí solas se desprenden de su cara, y hacen que olvidemos algo. El Che observaba
los cadáveres, el mar de cubanos rabiosos, el hecho consumado y sin retroceso,
el hombre envuelto en el vertiginoso remolino de la historia, el paso del
tiempo, las víctimas como causa, pero también como azar, y así, sin que hayamos
reparado nunca, la inmanencia le viene porque no mira la guerra con la gravedad
o la cercanía de los estadistas, sino con la gravedad o la cercanía de los
poetas. El Che era el Che, y era, además, Byron.
Hoy no. Hoy es otra cosa. Y esa condición oblicua no es exactamente la que
prende en los eternos rebeldes, en las descafeinadas barricadas contemporáneas,
en los adolescentes incendiarios. Los héroes corren dos riesgos gravísimos,
siempre latentes. Primero: el hecho de sobrevivir a su propia heroicidad.
Segundo: el hecho de no sobrevivirla. Primero: el hecho de que se les mitifique
en vida. Segundo: el hecho de que se les mitifique en muerte. Todos los mitos
son malos arquetipos de mitos anteriores, los cuales, a su vez, fueron
reproducidos sobre el mito de Prometeo, tan falaz.
Los grandes hombres no son grandes hombres. Sus actos íntimos son comunes.
Sus actos públicos y sus actos históricos también. Pero tampoco son sujetos de
esquina. (No dejen, estudiantes, que los engañen con ninguna de estas farsas.)
El Che recorre el continente en moto, y no podía sospechar, tan muchacho como
era, que ese viaje era un viaje sin retroceso, un trayecto sin fin. En primera
instancia, recorrer Latinoamérica es una acción natural que muchos otros han
hecho antes y después.
El Che no sabrá nunca que terminará en México y, por más que se lo haya
pensado madrugadas enteras, no sabrá tampoco cómo es que cae en la Sierra
Maestra, y después en La Habana, y luego en la ONU, y más tarde en el Congo, y
Europa del Este, y de nuevo La Habana, y casi finalmente Bolivia, y por último
la muerte, y con la muerte el símbolo que es. Así como otros entran al ruedo
del crimen, o de la diplomacia, o del aburrimiento, en algún momento el Che
Guevara entró al ruedo de las epopeyas. Un ruedo, en esencia, igual a los demás.
Si el crimen cambia la vida de unos pocos, la diplomacia la vida de nadie, y el
aburrimiento la vida personal, las epopeyas cambian la vida de millones de
personas, y esa es, visto así, la única diferencia, puramente cuantitativa.
Sin embargo, hay otro rasgo distintivo: el rasgo poético. Que no se define
en los hechos, sino en el pensamiento. No se define en subir al Granma, sino en
la decisión de subir al Granma. No se define en irse a Bolivia, sino en
convencerse de que es imprescindible irse a Bolivia, y que para ello tan solo
se cuenta con lo que cuenta el resto. Es decir, un cuerpo y un ideal (todos
tenemos un ideal, por mezquino que sea). Que tus actos individuales tengan una
finalidad colectiva es la verdadera distinción de estos hombres. Entender el
destino de la humanidad como tu destino. O darle, en suma, esa explicación.
Lo que hace héroe al héroe es la completa disposición hacia empresas que
rebasan sus límites físicos de sujetos normales. Lo que los hace sujetos
normales es que a pesar de subordinar la realidad a pretensiones impensadas por
el resto, no pueden hacer otra cosa que iniciar las revoluciones de cero, paso
a paso, casi inconscientemente, con la misma inexplicable y ordinaria secuencia
que alguien comienza un libro, o planifica un atraco, o termina una casa. ¿En
qué momento justo los héroes se convierten en héroes? En ninguno. No hay, a
pesar de las efemérides, momentos justos. Los héroes se convierten en héroes en
el momento que se explican poéticamente. ¿Qué hay, pues, más épico que un
poeta? Pero también, ¿qué hay más absurdo?
El asesinato del Che marca el fin de una época, y no deja de ser un acto
ejecutado por un rapaz subalterno, un gatillo llevado hacia atrás por un don
nadie. Cuando se mitifiquen las ideas, siempre tan férreas, y no los hechos,
siempre tan manipulables, entenderemos a plenitud esa aparente contradicción.
La retórica pública establece un orden falso, lleno de imprecisiones y
alarmantemente vacío de luminosos detalles. Tres mínimas escenas hacen que para
mí el resto de la vida del Che adquiera las connotaciones que supuestamente se
pide que tenga. Las tres son en los meses finales de su vida.
La primera cuando le dice a Aleida March, antes de irse para Bolivia, que
eso es lo único que le puede dejar, lo único íntimamente suyo. ¿Qué? Una cinta
con su voz, donde se escucha un poema de Vallejo y otro de Neruda. Pensemos en
todo lo que el Che ha vivido, pensemos en el hombre que se ha ido convirtiendo,
en todo lo que ha viajado y en toda la política internacional que ha hecho. Y
pensemos luego en cómo lo único íntimamente suyo son esos versos escritos por
otros, a esas alturas escritos por nadie.
La segunda ya en Bolivia, en plena guerrilla, cuando se aparta y trepa en
un árbol y se roba tiempo para revisar un libro.
Y la tercera, escena que no aparece en ningún lugar, y que no es la
fotografía bíblica con ojos entrecerrados de la revista Life, son esos segundos
finales en los que el Che yace amarrado en un piso de tierra, de una casa
presumiblemente de adobe, sucio, barbudo, en el corazón de la selva
sudamericana, definitivamente por el suelo sus utopías, segundos en los que el
mundo lo ha dejado solo, segundos en los que no recibe los aplausos de la
Asamblea General, segundos durante los cuales nadie marcha por ninguna ciudad
con su rostro en ninguna bandera, segundos en los que nadie llega y paga unos
dólares y dice hágame el favor de tatuarme al Che Guevara, segundos en los que
adelgaza considerablemente, pero no sufre hambre, segundos en los que sueña, en
los que se vuelve intermitente y duro como una roca, en los que ni siquiera
descubren sus huesos, en los que su guerrilla ya no existe, en los que piensa
en Rosario o en sus hijos o, tal como aseguró, en Cuba, aun cuando no sepamos
si en verdad lo hizo, segundos en los que sabe que va a morir a manos de
vulgares soldados y sabe además que no existe ninguna escapatoria.
Nada de esto lo he aprendido en los oradores de devoción gratuita. El Che
es el único muerto que no me parece muerto, pero que duele como si lo acabaran
de rematar.