En
el 146 natalicio del líder obrero (VIII)
Iván
Ljubetic Vargas, historiador del
Centro
de Extensión e Investigación
Luis
Emilio Recabarren, CEILER
Hacia 1949 estudiaba en el Pedagógico. Vivía en una pensión
en la calle Arturo Prat. Era una típica
pensión para estudiantes universitarios y
gente sin muchos recursos.
Entre los pensionados había un viejo jubilado de
apellido Arredondo que, en una ocasión me invitó a conversar, pues -según me
dijo- conocía cosas que me podían interesar.
Una noche, después de comida, fui a su pieza. De
entrada me dijo:
-Yo conocí a Recabarren. Sé que usted es compañero,
por eso creo que le pueden interesar algunas cosas que viví”.
De los muchos hechos que me relató, hubo uno que me impresionó
especialmente. Es el siguiente:
“Debió ser por el año 1919, hace treinta años. Yo era
aún joven y trabajaba en una salitrera cerca de Iquique. Era el contador y
secretario, hombre de confianza de los gringos dueños de esa y otras salitreras.
Un día se supo que se reunirían los obreros para escuchar a un dirigente de
apellido Recabarren. Debo decirle que esa empresa era más “democrática” que
otras, pues permitía la entrada, naturalmente con comunicación previa, algunos
dirigentes obreros.
Cuando faltaba una semana para la visita de
Recabarren, me llamó el administrador y me dijo:
-Usted en un hombre leído e inteligente. Queremos
pedirle que vaya a esa reunión y ponga en ridículo a ese perturbador del orden
y le reste así toda autoridad ante los obreros. Así evitaremos problemas
futuros.
Tomé la tarea con responsabilidad. Estaba un poco
nervioso, pero me sentía contento de poder mostrar mis conocimientos y mi
facilidad de palabra. Me prepararé bien. Leí algunas cosas y esbocé mi
discurso.
Llegó el día. Cuando entré al salón, que estaba
repleto de trabajadores, estos me recibieron con sorpresa y no disimulado
repudio.
Algunos silbaron. Otros hicieron gestos poco
amistosos. Se levantó un murmullo. Entonces un hombre que estaba
sentado en la mesa se puso de pie e hizo un gesto pidiendo tranquilidad. De
inmediato cesaron las manifestaciones hostiles. Ese hombre -que yo adiviné de
inmediato era Recabarren- peguntó algo al dirigente que tenía a su lado y luego
me dijo:
-Adelante señor Arredondo. Tome siento, por favor. Y
me indicó un lugar en la primera fila.
Pronto comenzó la reunión. Habló brevemente el
dirigente obrero de la salitrera y luego le ofreció la palabra a Recabarren.
Mientras tanto yo me había preparado
para tomar notas y demoler al agitador.
Recabarren, contra lo que yo esperaba, no habló con
palabras encendidas, ni despotricó contra nadie; no fue un discurso el que
pronunció. Fue una conversación tranquila, pero llena de ideas.
Yo comencé a escribir. Pero pronto dejé de hacerlo.
Ese hombre empezó a ganarme en tal forma, que no quería perderme ninguna palabra.
Nunca en mi vida he escuchado a alguien más convincente.
Cuando Recabarren terminó de hablar no pude
resistirme: me puse de pie y lo aplaudí entusiastamente. Al verme, los trabajadores se sorprendieron en un primer momento, luego
me miraban sonriendo amistosamente. Aplaudimos largo rato. Luego Recabarren se
acercó a saludarme. Yo lo abracé diciendo:
-Señor Recabarren, yo vine aquí a demoler sus
argumentos. Pero usted me ganó con ellos.
Vi en sus ojos la emoción y la alegría. Me dijo:
-Gracias, compañero Arredondo.
Al día siguiente me despidieron del trabajo. Perdí la pega por conocer a Recabarren, pero gané la felicidad de saber hacia dónde camina la historia”.
Todo eso me lo contó un viejo contador jubilado, el
compañero Arredondo, de canos cabellos, pero siempre fiel camarada de Luis Emilio Recabarren. Por
entonces yo tenía algo más de un año en las filas de las Juventudes Comunistas
de Chile.