(Dos apartados del capítulo Primero de
“Siguiendo la Roja Estrella.
Recuerdos” de Iván Ljubetic Vargas)
II.- DESCUBRIENDO UN MUNDO
NUEVO
Terminado el año escolar 1947 me quedé en
Llo-Lleo. Estaba lleno de veraneantes. Estos y también nosotros, los del
lugar, cumplíamos el rito estival: ir en la mañana y después de
almuerzo a la playa; pasadas las 18 horas, a la plaza, a dar vueltas incansablemente
hasta las 20 horas, cuando todos íbamos por Inmaculada Concepción a la estación
ferroviaria a esperar el tren que venía de Santiago (corría sólo dos veces al
día, el otro llegaba cerca de las 11 horas, cuando era tiempo de estar en la
playa). La verdad es que la inmensa mayoría de los que repletábamos la estación
no iba a esperar a nadie. Una vez que el convoy partía rumbo a Barrancas, San
Antonio y Cartagena, regresábamos a la plaza. Había música a través de
`parlantes. Algunos bailaban en el centro de ella. Otros se sentaban a
conversar, pero la mayoría daba las tradicionales vueltas. Todos admirábamos lo
hermoso de la plaza: los jardines, un pino en forma de casa, los prados, el
árbol de la vida. Cuidaba esa plaza el “maestro” Armando Vidal, que pololeaba
con nuestra nana Carmen.
Aparentemente, la vida transcurría idílicamente en Llo-Lleo y en todo
Chile. Pero en esos mismos momentos cientos de comunistas estaban en la cárcel
o en Pisagua; miles eran perseguidos, expulsados de su trabajo.
También en esos días, miles de revolucionarios trabajaban en la
clandestinidad.
Pero ni lo uno ni lo otro lo sabía o le importaba a la mayoría de aquellos
que iban a la playa, daban vueltas en la plaza o recibían el tren de la noche.
Yo me encontraba entre esos ignorantes y despreocupados chilenos que vivían
en las nubes. Pero algo maduraba en mí. Alguna huella había dejado el comprobar
la forma en que se calumniaba a los comunistas. Sentía simpatía, solidaridad
hacia ellos, esto de un punto meramente humanitario. Me sentía un buen
samaritano, deseoso de ayudar al hermano perseguido.
Supe que un sastre de Llo-Lleo, llamado Ramón Urzúa, estaba relegado en Pisagua. Conversé con sus
vecinos. Todos hablaron muy bien de él.
Observé que algunos comunistas, a
los que conocía de vista, se paseaban solos. La gente, incluso sus amigos, temía que los vieran con ellos.
Ello me indignó. Fue como un desafío para mí. Me dije que yo haría lo
que otros no se atrevían a hacer. No
tenía miedo. Me sentía ingenuamente protegido. Pensaba que el hecho de ser
dirigente de la Juventud Católica, presidente
del Estrella, hijo del dueño del almacén de la esquina o estar a las puertas de
la Universidad, me daba una especie de fuero.
Era fines de diciembre de 1947. Una noche estando en la estación vi a un
joven obrero de la construcción, conocido comunista, Armando Alarcón Piña, que
se paseaba solo. Me acerqué a él y lo saludé. Contestó con una naturalidad, que
me desconcertó un tanto, pues esperaba
que mi actitud lo sorprendiera. Me
conocía y sabía quién era. La gente
había abandonado el lugar. Nos sentamos en un banco junto a la cabina de la
Estación. Luego de hablar sobre el tiempo, tema apropiado para iniciar una
conversación, le hice varias preguntas, que respondió ampliamente: ¿Qué eran
los comunistas? ¿Por qué luchaban? ¿Por qué los perseguían?
La conversación de esa noche de verano comenzó a abrirme las puertas hacia un mundo hasta
entonces desconocido para mí, que me maravilló desde el primer momento. Fue
también el inicio de una gran amistad.
Nos juntábamos todas las tardes. Armando me hablaba de Luis Emilio
Recabarren, de una historia muy distinta a la que había aprendido en el liceo,
de Lenin, de la Revolución Rusa, de la Unión Soviética, de la traición de
González Videla.
Me parecía increíble que un obrero, que debió abandonar la escuela para
entrar a trabajar cuando aún era un niño, supiera tanto.
Ante una pregunta, me respondió lleno de orgullo:
-El Partido me ha educado. En sus filas he aprendido todo lo que sé.
Esta afirmación me conmovió. Pensé: un Partido que forma esta clase de jóvenes
no puede ser malo.
Recuerdo que un día, cuando se acercaba la mitad de enero, Armando, así de
frentón, siempre con su característica sonrisa, me propuso que me hiciera
comunista y que le ayudara a reorganizar las Juventudes Comunistas de Llo-Lleo, desaparecidas a causa de la
represión del traidor. Me contó que quedaban sólo dos: él y otro joven de la
construcción de apellido Huala, y que
para constituir la Jota se necesitaban a lo menos tres. Y me planteó: tú puedes ser el tercero. ¿Qué te parece?
Me pilló de sorpresa. Yo simpatizaba a esas alturas totalmente con los
comunistas, pero no había pensado siquiera en la posibilidad de incorporarme a
la lucha. No me encontraba con pasta de revolucionario.
Dos sentimientos experimenté ante la proposición de Armando. Felicidad por
la confianza depositaba en mí por él (que después supe que detrás de ella
estaba la opinión positiva del Partido). Por otro lado, miedo. No a la
represión, porque ni pensaba en ello, sino a no poder cumplir y defraudar a los
compañeros.
Respondí: podría intentarlo con tu ayuda y
si me es permitido poner tres
condiciones: que me permitan seguir creyendo en Dios, que no se me obligue a
ser dirigente ni a hablar en público.
Armando, inteligente y sin sectarismo alguno, me explicó que no había problema alguno. Que
esas tres cosas las debía decidir yo personalmente.
Acepté. El compañero me abrazó
emocionado.
III.- UNA TARDE DE VERANO
CERCA DEL MAR
15 de enero de 1948. Nos juntamos en la esquina de Providencia con Canelo de la plaza de
Llo-Lleo. Eran las 18 horas y la gente comenzaba a cumplir con el ritual de las vueltas. Armando llegó con el compañero Fernando
Huala. Caminamos por avenida Providencia en dirección a Tejas Verdes.
Armando había propuesto reunirnos al aire libre, pues era más seguro.
Parecíamos tres amigos dando un inocente paseo. Pero se trataba de una sesión
solemne y de profundo contenido
revolucionario. Armando explicó que se
acostumbraba en las reuniones de la Jota a designar un presidente. Decidimos
que presidiera el compañero Huala.
Armando abordó asuntos internacionales, la situación en Chile y las tareas
que debíamos efectuar en Llo-Lleo. Era el informe político.
Varias cosas no entendí y sobre las cuales pregunté más adelante.
Se aprobó mi ingreso a las Juventudes Comunistas y se eligió el secretariado de la base. A la cabeza, como
secretario político, quedó Armando. Fernando fue designado encargado de
organización.
Entonces, Armando me dijo:
-Compañero Iván (en adelante me llamaría José Soto, nombre de batalla que elegí) necesitamos alguien que se encargue de cobrar
las cotizaciones mensuales y controle los carnés (éste era una tarjeta doblada
en dos. En su portada se leía en color azul: “Club Deportivo Camilo Henríquez”,
en el interior doce cuadritos, uno para cada mes del año, donde se debía
colocar la estampilla correspondiente. En la contraportada, se indicaban los
tres deberes fundamentales de un “socio”: asistir a reuniones, pagar
mensualmente las cuotas y cumplir las tareas asignadas.
De acuerdo, dije, sin darme cuenta que desde el primer día ocupaba un
puesto de dirigente, pues había aceptado ser el encargado de finanzas de la base, pasando yo
mismo por encima de una de las tres condiciones que había puesto para ingresar
a la Jota.
Ese 15 de enero de 1948 se constituyó en el día más importante de mi vida.
Esa tarde de verano, cerca del mar, me hice miembro de la gran familia
comunista.
En ese día se iniciaba, también, un nuevo capítulo en la historia de la
Joven Guardia de la Comuna de San Antonio. Se constituía el núcleo inicial de
lo que sería, en pocos años más, un ejemplo de organización juvenil
revolucionaria.
Esa noche, antes de dormir, me hice una promesa. Me dije: tal vez no tenga
pasta para ser un verdadero comunista, pero a lo menos en tres cosas estoy
seguro que jamás fallaré: fidelidad al Partido y a la Jota, responsabilidad
para cumplir toda tarea que se me entregue y puntualidad.
Han pasado 70 años de ese inolvidable día del verano de 1948 y sigo siendo
un joven combatiente, que sólo anhela contribuir, ahora desde mi célula Julieta
Campusano de Ñuñoa, a hacer realidad lo soñado por Marx, Engels, Lenin,
Recabarren, Julieta Campusano, Luis Corvalán, Sola Sierra y millones de
comunistas.