sábado, 7 de enero de 2023

JUAN RULFO

 



A 37 años de su partida:

 

                                              


                                                      Iván Ljubetic Vargas, historiador del

                                                       Centro de Extensión e Investigación

                                                       Luis Emilio Recabarren,  CEILER

 

 

     


 

Su verdadero nombre era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno. Nació el 16 de mayo de 1917 en la ciudad de Sayula, Estado de Jalisco. La adopción del apellido Rulfo fue debido a una petición de la abuela María Rulfo, pues en su familia fueron siete  hermanas y un solo varón que murió soltero y sin descendencia. Para evitar que se perdiera el apellido pidió a sus nietos que adoptaran el  de Rulfo. 

Juan Rulfo creció entre su localidad natal y el cercano pueblo de San Gabriel, villas rurales dominada por la superstición y el culto a los muertos, y sufrió allí las duras consecuencias de las luchas cristeras en su familia más cercana (su padre fue asesinado). 

(La Guerra Cristera, también llamada Guerra de los Cristeros o Cristiada, fue una guerra civil en México, que se prolongó durante tres años, desde  1926 hasta 1929, entre el Gobierno y milicias de religiosos católicos que se resistían a la aplicación de la llamada Ley Calles,  la cual proponía limitar y controlar el culto católico en la nación, el cual proliferaba en  México). 

Este mundo en el que vivió su infancia le formó como un niño retraído al que le gustaba jugar solo. Esos primeros años de su vida habrían de conformar en parte el universo desolado que Juan Rulfo recreó en su breve pero brillante obra.

Durante sus años en San Gabriel entró en contacto con la biblioteca de un cura (básicamente literaria) depositada en la casa familiar, y recordará siempre estas lecturas, esenciales en su formación literaria.

Intentó matricularse en  la Universidad de Guadalajara, pero una huelga  le impidió  inscribirse en ella . Entonces  se   trasladó  a la ciudad de México. Debido a que le fue  imposible  revalidar los estudios hechos en Jalisco, no pudo  ingresar a la Universidad Nacional.  Asistió como oyente a los cursos de historia del arte en la Facultad de Filosofía y Letras.

Se convirtió en un experto conocedor de la bibliografía histórica, antropológica y geográfica de México.

Instalado en  Ciudad de México, su familia lo incitó a estudiar la carrera de leyes, pero  falló en los exámenes. Entonces  se dedicó a trabajar como agente viajero. Descubrió  una veta de experiencias en los pueblos, la que será fundamental en su obra literaria.

Sus viajes por diversas zonas de México le permitieron entrar en contacto con etnias apartadas que aún resguardaban sus tradiciones. Durante buena parte de las décadas de 1930 y 1940 viajó extensamente por el país, trabajó en Guadalajara o en la ciudad de México. Comenzó a publicar sus cuentos en dos revistas: América, de la capital, y Pan, de Guadalajara. La primera de ellas significa su confirmación como escritor, gracias al apoyo de su gran amigo Efrén Hernández.

En esos mismos años se inició como fotógrafo, dedicándose de manera muy intensa a esta actividad, publicando sus imágenes por primera vez en América en 1949.

A mediados de los cuarenta inició una relación amorosa con Clara Aparicio. Se casaron en 1948 y los hijos comenzaron a aumentar su familia poco a poco.

En  1952 obtuvo  la primera de las dos becas consecutivas que le otorgó el Centro Mexicano de Escritores, fundado por la estadounidense Margaret Shedd,  quien fue determinante para que Rulfo publicase en 1953  “El Llano en llamas”, obra en la que reúne siete cuentos ya publicados en revistas y otros nuevos, y, en 1955, “Pedro Páramo”.  Ambas obras habían sido propuestas por Rulfo en sus dos períodos como becario del Centro como proyectos.

Un solo libro de cuentos, El llano en llamas (1953), y una única novela, Pedro Páramo (1955), bastaron para que Juan Rulfo fuese reconocido como uno de los grandes maestros de la narrativa hispanoamericana del siglo XX.

Su obra, tan breve como intensa, ocupa por su calidad un puesto señero dentro del llamado Boom de la literatura hispanoamericana de los años 60, fenómeno editorial que dio a conocer al mundo la talla de los nuevos (y no tan nuevos, como en el caso de Rulfo) narradores del continente.

 

 


                      

El protagonista de la novela, Juan Preciado, llega a la fantasmagórica aldea de Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, al que no conoce. Las voces de los habitantes le hablan y reconstruyen el pasado del pueblo y de su cacique, el temible Pedro Páramo; Preciado tarda en advertir que en realidad todos los aldeanos han muerto, y muere él también, pero la novela sigue su curso, con nuevos monólogos y conversaciones entre difuntos, trazando el sobrecogedor retrato de un mundo arruinado por la miseria y la degradación moral. 

Como el Macondo de Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, o la Santa María de Juan Carlos Onetti,  la ardiente y estéril Comala se convierte en el espacio mítico que refleja el trágico desarrollo histórico del país, desde el Porfiriato hasta la Revolución Mexicana. 

Entre los admiradores de Juan Rulfo se cuentan Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez,  Günter Grass, Susan Sontag, Elías Caretti, Enrique Vila-Matas y muchos más. 

Rulfo escribió también guiones cinematográficos como Paloma herida (1963) y otra excelente novela corta, El gallo de oro (1963). En 1970 recibió el Premio Nacional de Literatura de México, y en 1983, el Príncipe de Asturias de la Letras.

Juan Rulfo falleció en la ciudad de México el 7 de enero de 1986.

 


                 

 

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ SOBRE JUAN RULFO

 




 

“…Yo tenía treinta y dos años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera, acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París, y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia, y me encontraba muy bien entre ellos. Seis años antes había publicado mi primera novela, La Hojarasca, y tenía tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que apareció por esa época en Colombia; La Mala Hora, que fue publicada por la editorial Era, poco tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la colección de cuentos de Los Funerales de la Mamá Grande. Sólo que de este último no tenía sino los borradores incompletos…

 

 …Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:

– ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!

Era Pedro Páramo.

Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá –casi diez años atrás– había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en Llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: “La herencia de Matilde Arcángel”. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.

No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.

Carlos Velo me encomendó la adaptación para el cine de otro relato de Juan Rulfo, que era el único que yo no conocía en aquel momento: El Gallo de Oro. Eran 16 páginas muy apretadas, en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. Aunque no me hubiera dicho de quién era, lo habría sabido de inmediato. El lenguaje no era tan minucioso como el del resto de la obra de Juan Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel personal volaba por todo el ámbito de la escritura. Más tarde, Carlos Verlo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer una revisión crítica de la primera adaptación de Pedro Páramo para el cine.

Menciono estos dos trabajos cuyo resultado final estuvo muy lejos de ser bueno porque ellos me obligaron a profundizar todavía más en una obra que sin duda ya conocía mejor que el propio autor. A quien, por cierto, no conocí en persona sino varios años después.

Carlos Velo había hecho algo sorprendente: había recortado los fragmentos temporales de Pedro Páramo, y había vuelto a armar el drama en un orden cronológico riguroso. Como simple recurso de trabajo me pareció legítimo, aunque el resultado era un libro distinto: plano y descosido. Pero me fue muy útil para una comprensión mejor de la carpintería secreta de Juan Rulfo, y muy revelador de su insólita sabiduría.

Había dos problemas esenciales en la adaptación de Pedro Páramo. El primero era el de los nombres. Por subjetivo que se crea, todo nombre se parece de algún modo a quien lo lleva, y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco…” (Gabriel García Márquez en homenaje a Juan Rulfo, 1980)