martes, 15 de junio de 2021

Carlos Pezoa Véliz Nos queda mucho por conocer a este gran escritor Chileno.



 

 


Carlos Pezoa Véliz fue un poeta y periodista chileno, nacido en Santiago el 21 de julio de 1879 y fallecido en la misma ciudad el 21 de abril de 1908. A lo largo de su corta vida, publicó sus poemas en diversos diarios, aunque nunca editó un libro. Su primera experiencia la tuvo en La Lira Popular, si bien alcanzó la fama al participar del Ateneo Obrero de su ciudad en 1899, con la lectura de "Hijo del pueblo" y "Libertaria". Otros medios en los que difundió sus obras fueron La Ley, La Voz del Pueblo y La Comedia Humana. En 1906, un terremoto arrasó con la ciudad de Valparaíso, lugar donde Véliz residía en ese momento, y el colapso de la pensión en la que se encontraba viviendo lo dejó atrapado, causándole graves heridas. La recuperación no fue fácil, y aún le aguardaba otra desgracia: tuberculosis al peritoneo. Al poco tiempo, esta enfermedad acabó con la vida de este escritor que tenía tan sólo 28 años de edad.

Sus dos poemas más resonados son "Nada" y "El pintor Pereza", ambos publicados en La Lira Chilena en 1904. Luego de su fallecimiento, se publicaron los siguientes libros: "Alma Chilena", "Las Campanas de Oro", "Cuentos y Artículos" y "Antología de Carlos Pezoa Véliz". Se estima que queda mucho por conocer de este desafortunado escritor.



A una morena


Tienes ojos de abismo, cabellera

llena de luz y sombra, como el río 

que deslizando su caudal bravío, 

al beso de la luna reverbera. 

Nada más cimbrador que tu cadera, 

rebelde a la presión del atavío... 

Hay en tu sangre perdurable estío 

y en tus labios eterna primavera. 

Bello fuera fundir en tu regazo 

el beso de la muerte con tu brazo... 

Espirar como un dios, lánguidamente, 

teniendo tus cabellos por guirnalda, 

para que al roce de una carne ardiente 

se estremezca el cadáver en tu falda...


 

Nada

 

Era un pobre diablo que siempre venía

cerca de un gran pueblo donde yo vivía; 

joven rubio y flaco, sucio y mal vestido,

siempre cabizbajo... ¡Tal vez un perdido! 

Un día de invierno lo encontramos muerto 

dentro de un arroyo próximo a mi huerto, 

varios cazadores que con sus lebreles 

cantando marchaban... Entre sus papeles 

no encontraron nada... los jueces de turno 

hicieron preguntas al guardián nocturno: 

éste no sabía nada del extinto; 

ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto. 

Una chica dijo que sería un loco 

o algún vagabundo que comía poco,

y un chusco que oía las conversaciones 

se tentó de risa... ¡Vaya unos simplones! 

Una paletada le echó el panteonero; 

luego lió un cigarro; se caló el sombrero 

y emprendió la vuelta... 

Tras la paletada, nada dijo nada, nadie dijo nada...


 

Tarde en el hospital


Sobre el campo el agua mustia 

cae fina, grácil, leve; 

con el agua cae angustia: 

llueve 

Y pues solo en amplia pieza, 

yazgo en cama, yazgo enfermo, 

para espantar la tristeza, 

duermo. 

Pero el agua ha lloriqueado 

junto a mí, cansada, leve; 

despierto sobresaltado: 

llueve 

Entonces, muerto de angustia 

ante el panorama inmenso, 

mientras cae el agua mustia, 

pienso.



El pintor Pereza


Este es un artista de paleta añeja 

que usa una cachimba de color coñac 

y habita una boharda de ventana vieja 

donde un reloj viejo masculla: tic tac... 

Tendido a la larga sobre un mueble inválido, 

un bostezo larga, y otro, y otro: ¡tres! 

¡Diablo de muchacho, pobre diablo escuálido, 

pero con modorras de viejo burgués! 

Cerca de él, cigarros fingen los pinceles, 

sobre la paleta de extraño color: 

sus últimos toques fueron dos claveles 

para un cuadro sobre cuestiones de amor. 

Cerca un lápiz negro de familia Faber 

enristra la punta como un alfiler; 

hay tufo a sudores y olor a cadáver, 

hay tufo a modorras y olor a mujer. 

Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma 

en una cachimba de color coñac, 

y mira unos cuadros repletos de bruma 

sobre un hecho que hubo cerca del Rimac. 

El pintor no lee. La lectura agobia, 

y anteojos de bruma pone en la nariz; 

Juan odia los libros, ve horrible a su novia, 

y todas las cosas con máscara gris. 

Su mal es el mismo de los vagabundos: 

fatiga, neurosis, anemia moral, 

sensaciones raras, sueños errabundos 

que vagan en busca de un vago ideal. 

Ni piensa, ni pinta, ni el humor ingenia. 

¡Qué ha de pintar, si halla todo sin color! 

Tiene hipocondría, tiene neurastenia, 

y hace un gesto de asco si oye hablar de amor. 

Mira un cuadro antiguo sin pensar en nada, 

mira el techo, el humo, las flores, el mar, 

una barca inglesa que ha tiempo está anclada 

y unas acuarelas a medio empezar. 

De un escritorillo sobre la cubierta 

un ramo de rosas chorrea placer

y una obra moderna, rasgada y abierta, 

muestra sus encantos como una mujer. 

El pintor no lee. La lectura agobia: 

Juan Valjean es bruto, necio Tartarín; 

Juan odia los libros, ve horrible a su novia 

y muere en silencio, de tedio, de esplín. 

Sudores espesos empapan los oros 

que el lacio cabello recoge del sol, 

y se abren al beso del aire los poros 

del rostro manchado con tintas de alcohol. 

Y mientras el meollo puebla un chiste rancio, 

que dicho con gracia fuera original, 

una flor de moda muere de cansancio 

sobre la solapa donde está el ojal. 

Hay planchas que esperan el baño potásico; 

un cuadro de otoño y una mancha gris, 

una oleografía de un poeta clásico 

con gestos de piedra y ojuelos de miss. 

Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma 

en una cachimba de color coñac, 

y enfermo incurable de una larga bruma, 

oye un reloj viejo que dice: tic tac... 

Ni piensa ni pinta, ni el humor ingenia. 

¡Qué ha de pintar si halla todo color gris! 

Tiene hipocondría, tiene neurastenia 

y anteojos de brumas sobre la nariz. 

Así pasa el tiempo. Solo, solo el cuarto... 

Solo Juan Pereza, sin hablar. ¿De qué? 

Flojo y aburrido como un gran lagarto, 

muerta la esperanza, difunta la fe. 

La madre está lejos. A morir empieza, 

allá donde el padre sirve un puesto ad hoc; 

no le escribe nunca porque la pereza 

le esconde la pluma, la tinta o el block. 

Hace ya diez años que en el tren nocturno 

y en un vagón de última dejó la ciudad; 

iba un desertado recluta de turno 

y una moza flaca de marchita edad. 

Un gringo de gorra pensaba, pensaba... 

Luego un cigarrillo... Y otro. ¿Fuma usted? 

Luego un frasco cuyo líquido apuraba 

para tanta pena, para tanta sed. 

¡Tanta pena, tanta! Su llanto salobre 

secaba una vieja de andrajoso ajuar; 

iba un mercachifle y un ratero pobre 

y una lamparilla que hacía llorar. 

La vida... Sus penas. ¡Chocheces de antaño! 

Se sufre, se sufre. ¿Por qué? ¡Porque sí! 

Se sufre, se sufre... Y así pasa un año... 

y otro año... ¡Qué diablo! la vida es así...


 

Entierro de campo

  

Con un cadáver a cuestas, 

camino del cementerio, 

meditabundos avanzan 

los pobres angarilleros. 

Cuatro faroles descienden 

por Marga-Marga hacia el pueblo, 

cuatro luces melancólicas 

que hace llorar sus reflejos; 

cuatro maderos de encina, 

cuatro acompañantes viejos...

Una voz cansada implora 

por la eterna paz del muerto; 

ruidos errantes, siluetas 

de árboles foscos, siniestros. 

Allá lejos, en la sombra, 

el aullar de los perros 

y el efímero rezongo 

de los nostálgicos ecos... 

Sopla el puelche. Una voz dice: 

-Viene, hermano, el aguacero. 

Otra voz murmura: -Hermanos, 

roguemos por él, roguemos. 

Calla en las faldas tortuosas 

el aullar de los perros; 

inmenso, extraño, desciende 

sobre la noche el silencio; 

apresuran sus responsos 

los pobres angarilleros, 

y repite alguno: -Hermano, 

ya no tarda el aguacero; 

son las cuatro, el agua viene, 

roguemos por él, roguemos. 

Y como empieza la lluvia, 

doy mi adiós a aquel entierro, 

pico espuela a mi caballo 

y en la montaña me interno. 

Y allá en la montaña oscura, 

¿quién era?, llorando pienso: 

-¡Algún pobre diablo anónimo

que vino un día de lejos, 

alguno que amó los campos, 

que amó el sol, que amó el sendero, 

por donde se va a la vida, 

por donde él, pobre labriego, 

halló una tarde el olvido, 

enfermo, cansado, viejo.

 

 

Teodorinda

 

Tiene quince años ya Teodorinda, 

la hija de Lucas el capataz; 

el señorito la halla muy linda; 

tez de durazno, boca de guinda... 

¡Deja que crezca dos años más! 

Carne, frescura, diablura, risa; 

tiene quince años no más... ¡olé! 

y anda la moza siempre de prisa 

cual si a la brava pierna maciza 

mil cosquilleos hicieran el pie... 

Cuando a la aldea de la montaña 

con otras mozas va en procesión, 

su erguido porte, fascina, daña... 

y más de un mozo de sangre huraña 

brinda por ella vaca y lechón. 

¡Si espanta el brío, la airosa facha

de la muchacha!... ¡Qué floración! 

¡Carne bravía, pierna como hacha, 

anca de bestia, brava muchacha 

para las hambres de su patrón! 

Antes que el alba su luz encienda 

sale del rancho, toma el morral 

y a paso alegre cruza la hacienda 

por los pingajos de la merienda 

o la merienda de un animal. 

Linda muchacha, crece de prisa... 

¡Cuídala, viejo, como a una flor! 

Esa muchacha llena de risa 

es un bocado que el tiempo guisa 

para las hambres de su señor. 

Todos los peones están cautivos 

de sus contornos, pues que es verdad 

que en sus contornos medio agresivos 

tocan clarines extralascivos 

sus tres gallardos lustros de edad. 

Sangre fecunda, muslo potente, 

seno tan fresco como una col; 

como la tierra, joven, ardiente; 

como ella brava y omnipotente 

bajo la inmensa gloria del sol.

Cuando es la tarde, sus pasos echa 

por los trigales llenos de luz; 

luego las faldas brusca repecha... 

El amo cerca del trigo acecha

y le echa un beso por el testuz...

 

 

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Luis E. Aguilera

Secretario General

Sociedad de Escritores de Chile (SECH),

Filial Región de Gabriela Mistral-Coquimbo

La Serena - Chile