Iván
Ljubetic Vargas, historiador
Centro
de Extensión e Investigación
Luis Emilio Recabarren, CEILER
El 23 de septiembre de 1973 fallece (¿asesinado?) Pablo Neruda. El 25, sus funerales son la primera manifestación pública antifascista.
El
escritor colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, narra en su artículo “Aquel Adiós a Pablo Neruda”,
publicado por “El Tiempo”, el 7 de abril de 2013:
“Nunca
he olvidado el choque que recibimos Fina y yo cuando, al decirle a la
recepcionista de la clínica que teníamos una cita con el poeta, ella nos
replicó sorprendida: “El maestro Neruda murió a las tres de la mañana”.
Fue
tal nuestra congoja y desconcierto que la mujer, apiadada, decidió darnos la
dirección de la casa a donde habían llevado el cuerpo del poeta. Aquella
dirección me quedó grabada para siempre en la memoria: calle Marqués de
Como
lo tengo escrito en un texto titulado Aquel adiós a Neruda, hacía frío y
todavía flotaba en el aire una neblina matinal cuando llegamos a aquel lugar.
La calle pequeña, olvidada, refugio ideal para un poeta, se desprende de otra,
igualmente pintoresca, llena de árboles de un intenso color rojizo, que en
plena primavera austral dan una impresión de otoño. Cuando, atendiendo los
golpes que dábamos a la puerta, apareció una mujer a quien le hicimos una
pregunta absurda:
–¿Don
Pablo?
–Está
arriba –respondió de la manera más natural.
Una
casa saqueada.
El
patio de entrada se veía inundado. Las piezas de la primera planta, también,
por un agua que fluía de alguna parte. Al otro lado del patio, en un nivel más
alto, había un jardín húmedo, lleno de escombros: papeles, libros quemados,
vidrios, muchos vidrios: crujían bajo la suela del zapato. Dos mujeres removían
cautelosamente los escombros. Una de ellas se volvió hacia nosotros.
–La
destruyeron –dijo simplemente.
Nos
inclinamos para recoger una foto sucia de barro. Era muy antigua: tres hombres
y una mujer, vestidos a la moda de los años 30, sentados en medio de la nieve.
Parecían reír felices ante el fotógrafo.
–Eran
fotos y cartas de don Pablo –dijo la mujer–. No esperaron siquiera a que
muriera.
–¿Dónde
lo tienen? –pregunté.
–Allí
–dijo ella señalando una casa pequeña, semejante a un palomar, que se alzaba en
lo alto del jardín.
Subimos
por una empinada escalera. Al abrir la puerta, nos encontramos delante del
féretro, en un cuarto helado y sin luces, donde solo había media docena de
mujeres.
Aquel
féretro gris, sin pompa, sin cirios, sin coronas, colocado en un extremo de la
pieza y adornado solo con dos rosas blancas que parecían cortadas de prisa,
daba una sensación de soledad. Bajo el cristal, descansando sobre un raso, la
cara de Neruda parecía reducida, irreal. Lo humano en aquel momento no era su
cara, sino la camisa de cuadros que llevaba abierta en el cuello y el saco de
tweed: una indumentaria deportiva que hacía pensar en plácidos domingos en Isla
Negra.
La
esposa de Neruda estaba sentada junto al féretro, sola. A Matilde Urrutia la
había yo conocido incidentalmente dos años atrás en Barcelona, en la casa de
García Márquez. Nada en aquel verano hacía temer por la vida del poeta. Ni por
Chile. La mujer rubia que entonces hablaba con animación mientras se enfriaban
en la nevera las botellas de vino blanco esperando la llegada de Neruda
permanecía ahora inmóvil y sin llorar, al pie del ataúd, en un cuarto sembrado
de escombros. La casa había sido requisada y saqueada. Al ser desviadas las
aguas de un canal, la planta baja se había inundado. No había luz eléctrica.
Las ventanas estaban rotas. Rotas también las lámparas, rotas en añicos las
cerámicas, quemados los libros y desaparecidos los cuadros, una colección de
primitivos que Neruda había reunido a lo largo de su vida.
El
segundo forastero que llegó, después de nosotros, era un escritor alto, jovial,
de cabellos blancos que yo había conocido en un viaje anterior a Chile. No
recuerdo hoy su nombre. Pertenecía al partido comunista. Cuando charlábamos en
voz baja junto al féretro, Matilde se dirigió a él para solicitarle que se
hiciera cargo de los trámites con la funeraria. Buscaba un auto. Yo le ofrecí
mi taxi, que esperaba en la puerta. Así quedé también yo comprometido en esas
diligencias que abarcaron el resto del día.
Recuerdo que al salir recogí en el jardín un buen
número de fotos y cartas regadas por el suelo. Las tuve conmigo seis meses,
hasta que se las devolví a Matilde en Caracas, cuando nos encontramos de nuevo
en casa de Miguel Otero Silva. Aquella
mañana, antes de salir con mi amigo el escritor, la vi en el jardín con la
frente apoyada en el tronco de un sauce, llorando en silencio.
Mientras
avanzábamos hacia el centro de la ciudad por calles grises, llenas de frío, mi
amigo nos contaba a Fina y a mí cómo se había descartado la idea, propuesta por
algunos, de llevar el cadáver de Neruda a México. Matilde no estuvo de acuerdo
porque podría ser algo malinterpretado por el pueblo chileno. Mi amigo abrió su
mano y nos enseñó una llave. “Es para la tumba de Pablo”, nos dijo.
El
mausoleo donde sería sepultado el cuerpo del poeta pertenecía a los familiares
de un famoso dirigente de fútbol chileno, Carlos Dittborn. Sepultura
provisional: más tarde sus restos serían llevados a Isla Negra, para respetar
una voluntad expresada por Neruda.
El
empleado que nos atendió en la funeraria llenó las planillas con una minuciosa
aplicación burocrática. “¿Nombre del fallecido?” “Neftalí Reyes Basoalto”.
“¿Padres?” “José del Carmen Reyes y Rosa Basoalto”. Etcétera.
Al
cabo de un detallado registro, no todo estaba en regla. Faltaba la cédula del
poeta y el registro de defunción (lo obtendríamos más tarde: Neruda había
fallecido a consecuencia de un cáncer en la próstata y no de un infarto, como
se dijo).
Finalmente,
una última pregunta: “¿Cuántas carrozas?” Nuestro amigo no sabía: “En
condiciones normales deberían ser más: siete o diez carrozas, qué sé yo –dijo–.
Pero me temo que en las actuales circunstancias baste una sola”.
Su
tono era ligeramente amargo. El amigo de Neruda no sabía en aquel momento si
debía o no esconderse, si sería o no detenido. Aquella madrugada había recibido
por teléfono la noticia de la muerte del poeta cuando se hallaba en su
apartamento, entregado a una faena dispendiosa: estaba quemando su biblioteca,
llena de libros marxistas, en previsión de una requisa. Los libros habían
terminado de arder en la chimenea del salón cuando empezaba a amanecer.
Al
día siguiente, contra lo que temíamos, había más gente de lo previsto en la
puerta de la casa: unas 300 personas, contando periodistas y fotógrafos
europeos. El sol apenas calentaba. Había en el aire algo que sugería aún el
olor, el color del invierno austral. Cubierto con la bandera chilena, el
féretro fue transportado a través del jardín lleno de agua hasta la carroza
funeraria que aguardaba en la puerta. Cuando el cortejo iba a iniciar su
marcha, en un ambiente donde llegaba a percibirse el miedo de aquellos días,
estalló en la calle un grito anónimo:
–¡Camarada
Pablo Neruda!
–¡Presente!
–contestó la multitud.”
*************
El
periodista chileno Sergio Villegas en su obra “Funeral Vigilado” publicada en Berlín, RDA,
en 1984, recoge el testimonio de algunos participantes en el funeral de Pablo
Neruda del 25 de septiembre de 1973:
“Bello:
Atravesamos
Nunca
vi mayor expresión de duelo en una multitud. En esas fisonomías se unían la
desolación causada por la muerte de Pablo y la vigilia tensa que imponían por
el terror los militares facciosos.
‘¡Viva
Pablo Neruda!’
‘¡Viva
el Partido Comunista!’
Cada
cierto trecho, desde el centro del desfile alguien leía en voz alta. Llevaba un
libro de Neruda abierto en las manos.
‘Chacales
que el chacal rechazaría
piedras que el cardo seco mordería escupiendo
víboras que las víboras odiarían!
‘Compañero
Pablo Neruda...
‘¡Presente!’
Este
grito se repetía tres veces. Nadie se ocultaba. Nadie tenía miedo. Muchos
respondían ‘presente’ con el rostro mojado por el llanto.
Luis
Alberto: Era ‘España en el corazón’. El presidente del Sindicato Quimantú sacó
el libro y empezó a leer con voz fuerte. Poco después aparecieron otros
recitadores. Había mucha gente que se sabía esos versos de memoria...
Los
periodistas extranjeros, que andaban por todas partes, se acercaban a preguntar
y nosotros les contestábamos apenas, temiendo que se tratara de policías...
Aída:
Cuando entramos al cementerio, íbamos ya cantando abiertamente y en realidad
sollozando
Loyola: Yo había quedado rezagado y cuando me
reincorporé al cortejo, en Avenida
Los soldados rodeaban la plaza que queda frente al cementerio. Estaban a la vista. Yo creí que era cosa de segundos la descarga de metralleta cuando alguien de gran vozarrón empezó a gritar: ‘¡Compañero Pablo Neruda’ y todos contestamos ‘¡Presente!’ Se repitió el grito dos o tres veces y las respuestas crecían en fuerza, pero de pronto el grito fue: ‘¡Compañero Víctor Jara!’ y a todos se nos quebró la voz porque era la primera vez que se nombraba a Víctor en público denunciando su asesinato. ‘¡Presente!’ contestamos todos lo mejor que pudimos.
Pero
entonces se produjo un silencio y enseguida, como tomando aliento, la voz gritó
con todas sus fuerzas: ‘¡Compañero
Salvador Allende!’, pronunciando el ‘Allende’ en forma muy marcada.
Y
allí la respuesta fue una especie de aullido ronco, quebrado, distorsionado por
la emoción y por el terror y por las ganas de gritar de modo que se oyera en
todo el mundo: ‘¡Presente!’ Yo creo que ahí se nos pasó el miedo a todos,
porque ahí no había ya nada que hacer. Más valía morir con el puño en alto y
cantando