Editorial
El Siglo: "A mal tiempo… mala cara"
Pareciera que todo lo arregla la palabrita “transparencia”. Que si un
candidato, o su partido, recibe “aportes reservados” de los grandes
empresarios, basta con que el beneficiario… no lo sepa –“y que yo sea tonto y
te crea”, dice un refrán de allende los Andes- o que, en el mejor de los casos,
ello sea informado a los organismos del Estado relacionados con el “tema”.
Malos vientos corren para la derecha chilena, empresarial y partidista. A
los escándalos por corrupción, colusión y otros delitos de “cuello y corbata”,
se agregan en estos días las irrefutables complicidades de la derecha política
-en particular la UDI, aunque no esté sola- con el confuso pero mal oliente
caso de los aportes de grandes empresas privadas a sus campañas electorales.
Se asiste al insólito espectáculo de un potencial presidenciable de la
derecha que, muy suelto de cuerpo y como si estuviera contando algún episodio
cotidiano ocurrido en sus dominios domingueros, certifica que hizo más de un
llamado a un representante de los mayores grupos empresariales del país en
solicitud de dineros para su campaña.
Y entre los argumentos esgrimidos desde la derecha, se encuentra uno digno
de figurar en alguna antología de la desvergüenza o, al menos, en el manido
registro de los Récord Guinness: que si los candidatos a alguna representación
popular no pudieran acudir a las empresas, quedarían en desventaja aquellos que
no tuvieran los suficientes fondos propios para financiar sus campañas.
¡Conmovedor, si no fuera tan flagrante la hipocresía!
¿Una ley que regule los aportes de las empresas? Y, cómo no,
“¡transparencia!”
Todas estas aparentes buenas intenciones chocan con un dato evidente y
contundente: que mientras la economía y por consiguiente la sociedad chilena
sigan controladas por los grandes grupos empresariales monopólicos o coludidos
entre sí, y más de uno de ellos nacido al amparo de las privatizaciones -en
verdad, robos al patrimonio público- operadas bajo la dictadura, las
definiciones electorales seguirán estando presididas o al menos fuertemente
influidas por los intereses de las grandes empresas.
¿Una ley electoral que prohíba o limite los aportes -“reservados” o
“transparentes”, que hoy da lo mismo- de los grandes intereses económicos y financieros,
mientras continúe la alta concentración de los medios de comunicación que, aun
bajo la apariencia de objetividad, seguirán instalando como “verdades de suyo”
los argumentos que respaldan a los partidos y candidatos de su derecha
política?
Es que el problema es más profundo y más “sistémico”. Es que no basta
con“parchar”, los grandes vacíos de nuestra institucionalidad para que ésta se
convierta en una democracia real.
Las grandes reformas, las de fondo y decisivas, están “al aguaite”, y más
temprano que tarde han de instalarse en nuestro suelo.
Por ahora, a los malos vientos que le soplan, la derecha chilena opone su
mejor cara: que siempre será… una mala cara.