Fuente: www.cubadebate.cu
En este artículo: Augusto
Pinochet, Chile, Eduardo Galeano, Estados Unidos, Gabriel García Márquez, Pablo
Neruda, Salvador Allende
10 septiembre 2015
Hace 42 años, en un dramático
combate por el asalto a La
Moneda , el Palacio Presidencial de Chile, murió el Presidente
Salvador Allende. Las fuerzas golpistas entregaron al General Augusto Pinochet
un escueto informe: “Misión cumplida. Moneda tomada, presidente muerto”. Poco
después se conformó la Junta
de Gobierno. La Unidad
Popular y su presidente habían sido aniquilados, iniciándose
diecisiete años de dictadura militar.
Tres grandes escritores de
Nuestra América describen esos sucesos, con los que queremos rendir homenaje al
Presidente chileno, socialista y amigo de Cuba.
Salvador Allende en la
Moneda , el 11 de septiembre de 1973.
Por Eduardo Galeano
Por valija diplomática llegan los
verdes billetes que financian huelgas y sabotajes y cataratas de mentiras. Los
empresarios paralizan a Chile y le niegan alimentos. No hay más mercado que el
mercado negro. Largas colas hace la gente en busca de un paquete de cigarrillos
o un kilo de azúcar; conseguir carne o aceite requiere un milagro de la Virgen María
Santísima.
En estos tiempos difíciles, los
trabajadores están descubriendo los secretos de la economía. Están aprendiendo
que no es imposible producir sin patrones, ni abastecerse sin mercaderes. Pero
la multitud obrera marcha sin armas, vacías las manos, por este camino de su
libertad. Desde el horizonte vienen unos cuantos buques de guerra de los
Estados Unidos, y se exhiben ante las costas chilenas. Y el golpe militar, tan
anunciado, ocurre.
Le gusta la buena vida. Varias
veces ha dicho que no tiene pasta de apóstol ni condiciones para mártir. Pero
también ha dicho que vale la pena morir por todo aquello sin lo cual no vale la
pena vivir.
Los generales alzados le exigen
la renuncia. Le ofrecen un avión para que se vaya de Chile. Le advierten que el
palacio presidencial será bombardeado por tierra y aire. Junto a un puñado de
hombres, Salvador Allende escucha las noticias. Los militares se han apoderado
de todo el país. Allende se pone un casco y prepara su fusil. Resuena el
estruendo de las primeras bombas. El presidente habla por radio, por última
vez: —Yo no voy a renunciar…
Una gran nube negra se eleva
desde el palacio en llamas. El presidente Allende muere en su sitio. Los
militares matan de a miles por todo Chile. El Registro Civil no anota las
defunciones, porque no caben en los libros, pero el general Tomás Opazo
Santander afirma que las víctimas no suman más que el 0,01 por 100 de la
población, lo que no es un alto costo social, y el director de la CIA , William Colby, explica en
Washington que gracias a los fusilamientos Chile está evitando una guerra
civil. La señora Pinochet declara que el llanto de las madres redimirá al país.
Ocupa el poder, todo el poder, una Junta Militar de cuatro miembros, formados
en la Escuela
de las Américas en Panamá. Los encabeza el general Augusto Pinochet, profesor
de Geopolítica. Suena música marcial sobre un fondo de explosiones y metralla:
las radios emiten bandos y proclamas que prometen más sangre, mientras el
precio del cobre se multiplica por tres, súbitamente, en el mercado mundial.
El poeta Pablo Neruda, moribundo,
pide noticias del terror. De a ratos consigue dormir y dormido delira. La
vigilia y el sueño son una única pesadilla. Desde que escuchó por radio las
palabras de Salvador Allende, su digno adiós, el poeta ha entrado en agonía.
“Mi pueblo ha sido el más traicionado de
este tiempo”
Salvador Allende y Pablo Neruda.
[Desde Isla negra, su residencia
en Chile, el 14 de septiembre de 1973, Pablo Neruda escribió su dramático
testimonio del 11-S latinoamericano. Luego, el 23, fallece de cáncer. Todos
dicen que murió de pena.]
Por Pablo Neruda
De los desiertos del salitre, de
las minas submarinas del carbón, de las alturas terribles donde yace el cobre y
lo extraen con trabajos inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento
liberador de magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile
a un hombre llamado Salvador Allende, para que realizara reformas y medidas de
justicia inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las
garras extranjeras.
Donde estuvo, en los países más
lejanos, los pueblos admiraron al presidente Allende y elogiaron el
extraordinario pluralismo de nuestro gobierno. Jamás en la historia de la sede
de las Naciones Unidas, en Nueva York, se escuchó una ovación como la que le
brindaron al presidente de Chile los delegados de todo el mundo.
Aquí en Chile se estaba construyendo,
entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre
la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo nacional, del heroísmo de los
mejores habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la revolución
chilena, estaban la
Constitución y la ley, la democracia y la esperanza. Del otro
lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel,
terroristas de pistola y cadena, monjes falsos y militares degradados.
Unos u otros daban vueltas en el
carrusel del despecho. Iban tomados de la mano el fascista Jarpa con sus
sobrinos de “Patria y Libertad”, dispuestos a romperles la cabeza y el alma a
cuanto existe, con tal de recuperar la gran hacienda que ellos llamaban Chile.
Junto con ellos, para amenizar la farándula, danzaba un gran banquero y
bailarín, algo manchado de sangre; era el campeón de rumba González Videla, que
rumbeando entregó hace tiempo su partido a los enemigos del pueblo. Ahora era
Frei quien ofrecía su partido demócrata – cristiano a los mismos enemigos del
pueblo, y bailaba además con el ex coronel Viaux, de cuya fechoría fue
cómplice.
Estos eran los principales
artistas de la comedia. Tenían preparados los viveros del acaparamiento, los
“miguelitos”, los garrotes y las mismas balas que ayer hicieron de muerte a
nuestro pueblo en Iquique, en Ranquil, en Salvador, en Puerto Montt, en la José Maria Caro, en
Frutillar, en Puente Alto y en tantos otros lugares. Los asesinos de Hernán Mery bailaban con
naturalidad santurronamente. Se sentían ofendidos de que les reprocharan esos
“pequeños detalles”.
Balmaceda fue llevado al suicidio
por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.
Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo
chileno, el cobre. En ambos casos la oligarquía chilena organizó revoluciones
sangrientas. En ambos casos los militares hicieron jauría. Las compañías
inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de
Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.
En ambos casos las casas de los presidentes
fueron desvalijadas por órdenes de nuestros distinguidos “aristócratas”. Los
salones de Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de Allende, gracias
al progreso del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos aviadores.
Sin embargo, estos dos hombres
fueron muy diferentes. Balmaceda fue un orador cautivante. Tenía una complexión
imperiosa que lo acercaba más al mando unipersonal. Estaba seguro de la
elevación de sus propósitos. En todo instante sé vio rodeado de enemigos. Su
superioridad sobre el medio en que vivía era tan grande, y tan grande su
soledad, que concluyó por reconcentrarse en sí mismo.
El pueblo que debía ayudarle no
existía como fuerza, es decir, no estaba organizado. Aquel presidente estaba
condenado a conducirse como iluminado, como un soñador: un sueño de grandeza se
quedó en sueño. Después de su asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y
los parlamentarios criollos entraron en posesión del salitre: para los
extranjeros, la propiedad y las concesiones; para los criollos las coimas.
Recibidos los treinta dineros
todo volvió a su normalidad. La sangre de unos cuantos miles de hombres del
pueblo se secó pronto en los campos de batalla. Los obreros más explotados del
mundo, los de las regiones del norte de Chile, no cesaron de producir inmensas
cantidades de libras esterlinas para la
City de Londres.
Allende nunca fue un gran orador.
Y como estadista era un gobernante que consultaba todas sus medidas. Fue el
antidictador, el demócrata principista hasta en los detalles. Le tocó un país
que ya no era el pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa
que sabia de que se trataba.
Allende era dirigente colectivo;
un hombre que, sin salir de las clases populares, era un producto de la lucha
de esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por
tales causas y razones, la obra de que realizó en tan corto tiempo es superior
a la de Balmaceda; más aun, es la más importante en la historia de Chile.
Sólo la nacionalización del cobre
fue una empresa titánica, y muchos objetivos más se cumplieron bajo su gobierno
de esencia colectiva. Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor
nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación.
El simbolismo trágico de esta
crisis se revela en el bombardeo del Palacio de Gobierno; uno evoca la Blitz Krieg de la
aviación nazi contra indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas,
rusas; ahora sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en
picada el palacio que durante siglos fue el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para
mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la
muerte de mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en
silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido
acompañar aquel inmortal cadáver.
La versión de los agresores es
que hallaron su cuerpo inerte, con muestras de visible suicidio. La versión que
ha sido publicada en el extranjero es diferente. A reglón seguido del bombardeo
aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente
contra un solo hombre: el Presidente de la Republica de Chile, Salvador Allende, que los
esperaba en su gabinete, sin más compañía que su corazón, envuelto en humo y
llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión
tan bella. Había que ametrallarlo porque nunca renunciaría a su cargo. Aquel
cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que
marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en si misma
todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y
despedazada por las balas de las metralletas de los soldados de Chile, que otra
vez habían traicionado a Chile.”
La verdadera muerte de un presidente
Salvador Allende y Fidel Castro.
Por Gabriel García Márquez
La contradicción más dramática de
su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y
revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que
las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo
dentro de la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que
no se puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser
la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas
de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto
italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de
un Presidente sin poder.
Resistió durante seis horas con
una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de
fuego que Salvador Allende disparó jamás.
El periodista Augusto Olivares
que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió
desangrándose en la asistencia pública.
Hacia las cuatro de la tarde el
general de división Javier Palacios, logró llegar hasta el segundo piso, con su
ayudante el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí entre las falsas
poltronas Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas
del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un
casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia
de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía al general
Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un
hombre peligroso, que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los EE.UU.
Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: Traidor y lo
hirió en la mano.
Allende murió en un intercambio
de disparos con esa patrulla. Luego todos los oficiales en un rito de casta,
dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial le destrozó la cara con la
culata del fusil.
La foto existe: la hizo el
fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se
permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que la Sra. Hortencia
Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que
le descubriera la cara.
Había cumplido 64 en el julio
anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.
Lo que piensa Allende sólo lo
sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las
flores y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua, con esquela
perfumadas y encuentros furtivos.
Su virtud mayor fue la
consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir
defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo
una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus
asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo
pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores,
defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que habían vendido su
alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de
mierda que el se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.
El drama ocurrió en Chile, para
mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió
sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas
para siempre.
Septiembre de 2003, al cumplirse
30 años del golpe militar de 1973 en Chile.