Por. Concejal, Escritor, Luis E. Aguilera González,
Presidente de la Comisión de Cultura de
La Ilustre Municipalidad de La Serena.
Ha comenzado a retirarse el mes de “Septiembre”. Es el mes
de la patria en Chile, el mes de la bandera, los volantines, el mes de la
chicha en cacho, las empanadas, la cueca en las ramadas, de las polleras
vistosas de las chinas y las espuelas de plata de los huasos. Es el mes de la
alegría nos han dicho, de los jardines floridos de la patria. Pero en este año
no hay banderas ni cometas, ni pañuelos de colores, ni caballitos de dulces,
todo es luto y desolación en las calles, plazas, los campos y poblaciones donde
vivíamos. Lágrimas calladas de furias contenidas en muchos de nosotros. El
compañero presidente Salvador Allende ha muerto en la Modena…
Pablo Neruda, el poeta de la libertad y la esperanza, está
gravemente enfermo –nos anuncian las noticias–, y su vida se va extinguiendo
lentamente; hasta que fallece en la noche del 23 de septiembre de 1973, a sólo trece días de
la gran traición; en un clima de hermética tristeza. A pesar de la naciente
primavera para algunos, la mañana era demasiado fría.
Ante este espectáculo desolador, ¿qué importancia tiene
ahora que la escritura vertical de las Odas elementales: “Dentro de ti tu edad/
creciendo,/ dentro de mí mi edad/ andando./ El tiempo es decidido,/ no suena su
campana,/ se acrecienta, camina,/ por dentro de nosotros,/ aparece/ como un
agua profunda/ en la mirada/ y junto a las castañas/ quemadas de tus ojos/ una
brizna, la huella/ de un minúsculo río,/ una estrellita seca/ ascendiendo a tu
boca…" ¿Sean versos endecasílabos cortados en forma arbitraria? Lo que buena parte del Canto general, ¿sean
crónicas históricas retocadas por el ritmo de la poesía?: “Lianas trepando
hacia el cabello/ de la noche selvática, caobas/ formadoras del centro de las
flechas, / hierro agrupado en el desván florido, / garra altanera de las
conductoras…/ águilas de mi tierra, / agua desconocida, sol malvado, / ola de
cruel espuma, / tiburón acechante, dentadura/ de las cordilleras antárticas…”
¿Qué importancia, tiene para quien escribió si llegaron sus poemas a un
vastísimo público? "Dolores, sin remedio dolores", como diría el
ilustre don Antonio Machado.
Porque al cabo de treinta y cinco años de residencia en el
ámbito dramático de Chile, la memoria de Pablo Neruda, nos va cruzando con las
ilusiones y tristezas, se ha convertido en antorcha inextinguible y símbolo de
piedra. Es un fuego inmarcesible que no termina de iluminar la noche de los
desamparados, el doloroso recuerdo de los caídos, la esperanza insurgente de
los humildes: “Una brasa tenaz que sigue despertando la conciencia universal
del hombre y su destino”.
Símbolo de piedra, decíamos eso es Pablo Neruda: un
monumento vivo, imprevisible, trastornador, demasiado terrenal para su gloria,
cuya presencia obsesiva es prematura para una conversación con las estrellas:
“Sucede que a veces me canso de ser hombre/ y es tal vez porque quiero alcanzar
las estrellas; pero mi alma/ se avergüenza de mi raza/ y en mi boca/ no se
apaga la sed…”
Su amplitud está más allá de la frontera estética o
política. Lo hizo todo, vivió con asombrosa intensidad, vio todo lo que tenía
que ver en el momento preciso, fue testigo emocional y pavoroso de su tiempo.
En la poesía tuvo un sentido mágico de las esencias, creó y transformó las
formas a su tamaño, sublimó las estructuras conocidas y abrió caminos entre las
breñas, agotó cauces y fuentes, fundó ciudades de lenguajes íntimos, se tendió
a soñar bajo las estrellas, la lluvia; y despertó azorado con el color de la
materia humana, se fundió al enigma de la expresión más ávida, y cuando todo
estuvo hecho, comenzó a nacer, a ser él mismo confundido en los otros, uno distinto
en su virtud genésica: “Sube a nacer conmigo, hermano./ Dame la mano desde la
profunda/ zona de tu dolor diseminado./ No volverás del fondo de las rocas./ No
volverás del tiempo subterráneo./ No volverá tu voz endurecida./ No volverán
tus ojos taladrados./ Mírame desde el fondo de la tierra,/ labrador, tejedor,
pastor callado:/ domador de guanacos tutelares:/ albañil del andamio
desafiado:/ aguador de las lágrimas andinas:/ joyero de los dedos machacados:/
agricultor temblando en la semilla:/ alfarero en tu greda derramado:/ traed a
la copa de esta nueva vida/ vuestros viejos dolores enterrados...”
Pocos escritores en la historia de la poesía han tenido el
vigor de generar tan alto grado de pasión enaltecedora, pasión que ha conmovido
durante más de medio siglo, a varias generaciones de lectores de las más
diversas latitudes y de preferencias muy disímiles. La singular hazaña sólo fue
posible gracias a su condición de humanista superior, que supo interpretar la
problemática individual y colectiva de una época en las distintas etapas de su
desarrollo: configurando a la postre un amplio territorio emocional, donde
encuentra cabida tanto los sentimientos más íntimos del adolescente
atormentado, como los complejos e inusitados avatares del transcurrir histórico.
“Hombre-pueblo-individúo-multitud”, se enlazan en la unidad indivisible que da
categoría, contenido, trascendencia y universalidad. Y que por ello es capaz, a
su manera, de transformar el mundo emocional, de sensibilizar la vida y darle
dignidad a la experiencia humana.
12 de diciembre de 1992: Pablo y Matilde se reintegran a
su domicilio, estarán por fin en casa. Abajo, en la playa el suceso será
celebrado como el difícil regreso de Ulises, como una ardua proeza, que entrará
en la historia, entrañando una reafirmación no de la muerte, sino de la vida.
De una vida activa.
Porque no nos equivoquemos repitiendo el lugar común sobre
el eterno reposo. Pues el poeta seguirá trabajando, como lo hizo allí durante
tantos años, escribiendo en una mesita junto al océano o al lado del fuego de
la chimenea. Allí su poesía predijo esta hora y su programa de acción:
“Compañeros, enterradme en Isla Negra/ frente al mar que conozco, a cada área
rugosa/ de piedra y de/ las que mis ojos perdidos/ no volverán a ver...”
Simplemente pondría en práctica lo que dejó estampado en estos versos: “yo no
voy a morirme. Salgo ahora, /en este día lleno de volcanes/ hacia la multitud,
hacia la vida...” O bien: “Junto a esta piedra no reposo. / Trabaja el mar en
mi silencio.”
Ya todos se han ido en esta tarde. Y en el promontorio más
cercano a las olas, vigilan atentos Pablo y Matilde. Al frente, el mar,
inmenso. Por él les llega el tiempo, ráfagas de tiempo, cuotas de tiempo
inacabable que comienza. Arriba, los pájaros trazan su libre geometría. Abajo,
las “piedras de Chile”: “…Ágatas arrugadas de Isla Negra,/ sulfúricos
guijarros/ de Tocopilla, como estrellas rotas,/ caídas del infierno mineral,/
piedras de La Serena que el océano/ suavizó y luego estableció en la altura,/ y
de Coquimbo el negro poderío,/ el basalto rodante/ el Maitencillo, de Toltén,
de Niebla,/ del vestido mojado/ de Chiloé marino,/ piedras redondas, piedras
como huevos/ de pilpilén austral, dedos translúcidos/ de la secreta sal, del
congelado/ cuarzo, o durísima herencia/ de Los Andes, naves/ y monasterios/ de
granito.”
Por todas
partes, el aire de las odas. Ya todos se han ido, tras dos días de muchas horas
de acompañamientos y labores: “Pero si ya pagamos nuestros pasajes en este
mundo/ por qué, por qué no nos dejan sentarnos y comer?/ Queremos mirar las nubes, queremos
tomar el sol y oler la sal,/ francamente no se trata de molestar a nadie,/ es
tan sencillo: somos pasajeros./ Todos vamos pasando y el tiempo con nosotros:/
pasa el mar, se despide la rosa,/ pasa la tierra por la sombra y por la luz,/ y
ustedes y nosotros pasamos, pasajeros./ Entonces, qué les pasa?/ Por qué andan
tan furiosos?/ A quién andan buscando con revólver?/ Nosotros no sabíamos/ que
todo lo tenían ocupado,/ las copas, los asientos,/ las camas, los espejos,/ el
mar, el vino, el cielo…”
Pero, ¿quiénes eran esos "Todos", acaso estaba
la muchacha que en el otoño llevaba “La boina gris”: “Te recuerdo como eras en
el último otoño./ Eras la boina gris y el corazón en calma./ En tus ojos
peleaban las llamas del crepúsculo./ Y las hojas caían en el
agua de tu alma…” Y el corazón en calma y los muchachos de las camisas
amarantos. Alegres,
bellos en su rebeldía, y de la mano con el amor. Marineros de “Cada puerto”:
“Amo el amor de los marineros/ que besan y se van. / Dejan una promesa. / No
vuelven nunca más. / En cada puerto una mujer espera: / los marineros besan y
se van. / Una noche se acuestan con la muerte/ en el lecho del mar…” Claro que
sí, los compañeros de las minas, los campesinos, pescadores y todos sus
compañeros de partido, los que desafían el vértigo de los andamios, la mujer
chilena: “Ay, cuándo, cuándo, ay, cuándo, de ojos serenos y abrazos muy
dulces…”; pero siempre llevará presente a sus compañeros y a su partido, el
Partido Comunista, que le enseñó a dormir en las camas duras de sus hermanos:
“Me has dado la fraternidad hacia el que no conozco. / Me has agregado la
fuerza de todos los que viven. / Me has vuelto a dar la patria como en un
nacimiento. / Me has dado la libertad que no tiene el solitario. / Me enseñaste
a encender la bondad, como el fuego. / Me diste la rectitud que necesita el
árbol. / Me enseñaste a ver la unidad y la diferencia de los hombres. / Me
mostraste cómo el dolor de un ser ha muerto en la victoria de todos. / Me
enseñaste a dormir en las camas duras de mis hermanos. / Me hiciste construir
sobre la realidad como sobre una roca. / Me hiciste adversario del malvado y
muro del frenético. / Me has hecho ver la claridad del mundo y la posibilidad
de la alegría. / Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo.”
Entonces, comienza la jornada para siempre inconclusa.
Cuidar el huerto de la patria. Atender el dolor. Calmar angustias. Desde lejos
acompaña el horizonte: sobre su límite de cuchillos, como a caballo de “un
caballo vago y de sueños”: “Innecesario, viéndome en los espejos/ con un gusto
a semanas, a biógrafos, a papeles, / arranco de mi corazón al capitán del
infierno,/ establezco cláusulas indefinidamente tristes./ Vago de un punto a
otro, absorbo ilusiones,/ converso con los sastres en sus nidos:/ ellos, a
menudo, con voz fatal y fría/ cantan y hacen huir los maleficios…” “Los
crepúsculos de Maruri”: “Y este silencio que lo llena/ todo, / desde qué país
de astros/ se vino solo?/ Y por qué esta brurna/ –plúmula trémula–; / beso de
lluvia/ –sensitiva– / cayó en silencio –y para siempre– / sobre mi vida?...”,
atardeceres de una juventud solitaria de estudiante flaco y desgarbado. Y al
oriente, la “Casa de las flores”: “PREGUNTARÉIS: Y dónde están las lilas?/ Y la
metafísica cubierta de amapolas?/ Y la lluvia que a menudo golpeaba/ sus
palabras llenándolas/ de agujeros y pájaros?/ Os voy a contar todo lo que me
pasa./ Yo vivía en un barrio/ de Madrid, con campanas,/ con relojes, con
árboles./ Desde allí se veía/ el rostro seco de Castilla/ como un océano de
cuero./ Mi casa era llamada/ la casa de las flores, porque por todas partes/
estallaban geranios: era/ una bella casa/ con perros y chiquillos./ Raúl, te
acuerdas?/ Te acuerdas, Rafael?/ Federico, te acuerdas/ debajo de la tierra,/
te acuerdas de mi casa con balcones en donde/ la luz de junio ahogaba flores en
tu boca?/ Hermano,/ hermano!/ Todo…” Y los combates, cuando fue la hora de
tomar en las manos su parte de la esperanza.
Sí, Pablo y Matilde ya han regresado a casa en Isla Negra.
Retoman el dominio de sus pasos. Ya no navegarán en las tinieblas. Y tanto por
hacer. Son rudas las faenas del poeta cuando es mucho el dolor, cuando hay que
abrir tanto camino está lista la pala y el verbo. ¡A trabajar, hermanos! Qué
están esperando, “con ardiente paciencia”, las anchas Alamedas, y que ya ha
trazado el camino hacia las Espléndidas Ciudades…