por Richard Sandoval
En
las piernas, don Lucho tenía úlceras varicosas. A veces intentaba ponerse zapatos
para levantarse e ir a marchar, pero no podía. Ya no le entraban, el dolor no
lo permitía, la presión del cuero lo dañaba. Así, el médico le ordenó comenzar
a usar sólo alpargatas; y con alpargatas, don Lucho salía a marchar, porfiado,
vehemente, digno, inmensamente digno. “No más AFP” supo decir montado en sus
alpargatas,, a paso lento, afirmado entre un bastón y una pancarta. A su lado,
casi un millón de chilenos se admiraba. Muchos ancianos que marchaban por
primera vez se mimetizaban a su lado. Pero para don Lucho no era la primera
vez. Años atrás, con zapatos, don Lucho salió a protestar cuando en vez de
miles los comprometidos se contaban de a docenas.
En
el pecho, don Lucho tenía marcas de bayonetas que le habían hecho los milicos,
decía. Quizás se las hicieron en dictadura, en los años de su existencia
prohibida, clandestina, a mediados de los ochenta, cuando estaba encargado de
preguntar a sus compañeros si estaban o no dispuestos a sumarse al Frente. O
quizás las marcas se las hicieron antes de todo eso, en los sesenta, cuando
llegó a trabajar a la imprenta Horizonte y quedó a cargo de la seguridad de la
empresa que hacía realidad la publicación de El Siglo, la Ramona o el Puro Chile. O
quizás se las hicieron cuando le tocó proteger al presidente Salvador Allende,
o a Volodia, o a Fidel Castro en su visita de 23 días. En cualquiera de esas
épocas pudo haber sido, porque en cualquiera de esas épocas don Lucho puso el
pecho. Don Lucho era un hombre firme, altivo en las calles, añiñao, como se
decía antes. Don Lucho le daba cara a los Carabineros, aunque una vez detenido,
como recuerda su amigo Jorge Muller Martínez, se encargaba de educar a los
policías. “Cómo no se da cuenta que somos obreros de la misma clase, compañero
carabinero”, decía mientras su compañero de clase lo zamarreaba rumbo a una
comisaría.
En
los ojos, don Lucho tenía la fijeza de esas miradas que porfían, esas de los
viejos tozudos que se niegan a quedarse en una plaza a dar comida a las
palomas. En los ojos, don Lucho decía con sólo abrirlos que era un viejo
comunista, esos que desde la obra en construcción, donde trabajan, toman la
micro a una reunión; esos que –como decía el cartelito que portaba en la Alameda mientras los
universitarios le sacaban fotos- luchan aún hoy por los jóvenes del mañana. En
los ojos, don Lucho también tenía certeza, la certeza de jamás arrepentirse por
haber dejado todo, proyectos familiares, profesionales, por la vida entregada a
una causa, la causa de organizar, educar, reunir y salir a reclamar.
En
la historia, don Lucho va a quedar como uno de los últimos caballeros de la
política en Chile, esos de los que “nunca se le escuchó un garabato”, esos que
en la asamblea levantaban la mano para ofrecerse como el encargado de seguridad
de un local en pascua o año nuevo, para que los compañeros con familia no se
perdieran la cena más importante. En la historia, don Lucho va a quedar como
uno de los últimos ejemplos del cómo se ganan derechos en un país como Chile,
rechazando los “usted está muy viejito, quédese en la casa”, y rogando a
compañeros que lo fueran a buscar, porque si no lo hacían él se iba a levantar
igual, porque su existencia no tenía otro sentido más que luchar hasta el
último suspiro, comunicando siempre, dialogando en todo momento, mientras
recibía las monedas de su venta de El Siglo, mientras se acomodaba la boina
asegurando que su último sueño es que su alcalde, Daniel Jadue, sea presidente
de la República.
En
la historia, don Lucho, Luis Guajardo González, va a quedar como esas personas
que merecen llevar el nombre de una calle o de un colectivo político, esas
personas que próximos jóvenes llevarán tatuado en una pantorrilla, porque es de
esos seres humanos que no se borran con el tiempo, ni con triunfos ni derrotas.
Porque es de esos hombres que se borran sólo cuando los enemigos de su calma lo
hacen. Cuando lo que a don Lucho más le dolió, que en lugar de sus úlceras
fueron las injusticias de la patria, deje de doler, recién ahí podría perder
fuerza la presencia consistente de su cuerpo menudo y arrugado impreso en fotos
de memoria y orgullo. Don Lucho es todo eso, memoria y orgullo, en las piernas,
en el pecho, en los ojos y en la historia.