Editorial de El Siglo. edición 1720 del 20 de junio de 2014
“100 días
que pueden cambiar el rumbo de la historia”.
“La historia es nuestra y la hacen los pueblos”, dijo en sus históricas
palabras del 11 de septiembre de 1973 Salvador Allende, en medio del bombardeo
a La Moneda. Mensaje de esperanza, mandato y a la vez aprendizaje de la
historia.
Forzoso es reconocer que muchas veces –tal vez, las más- la realidad se ha
movido con otro “libreto”. Y es que en la realidad nada es lineal, y el
desenlace de los procesos depende de causas tanto variadas o múltiples como,
muchas veces, ocultas.
Pero, desde las trincheras de “los pueblos” invocados por el presidente
Salvador Allende, la lectura más frecuente y quizás la más “sabia”, es la del
“mandato” y protagonismo. Es decir, que “los pueblos” se asuman como actores de
primera línea de los procesos históricos y actúen con programas claros y
voluntad firme para llevarlos adelante. Lo que no significa –al contrario de lo
que predican los mismos que movieron sus hilos para el “desenlace” del 11 de
septiembre- que se avasalle a las minorías, que se gobierne en base a dogmas
ni, mucho menos, que se pretenda implantar en la sociedad un pensamiento y una
voz únicos.
“Hacer la historia” sería, para nuestros efectos inmediatos y de largo
alcance, cambiar su rumbo equivocado, rectificar lo errado, hacer justicia en
donde no la haya. En otras palabras, alterar “la lógica” de los procesos
sociales y de la conducción nacional.
Eso es “cambiar el rumbo de la historia”. No otra cosa. No un cataclismo,
aunque sí un cambio profundo que reproduzca en las instituciones y los hábitos
de la política la profundidad de los cambios ocurridos en las conciencias.
También es lícito reivindicar, y con mucha claridad, el derecho de las
mayorías a implementar su programa, máxime cuando tal derecho está presidido
por la convicción de que es necesario corregir las injusticias y abrir paso a
un desarrollo productivo equilibrado y sustentable.
En sus primeros 100 días de gobierno, la presidenta Michelle Bachelet y su
Nueva Mayoría han dado estricto cumplimiento a sus compromisos electorales. En
otras palabras, han cumplido “el mandato” de un pueblo que ha aprendido sus
lecciones y se sabe en condiciones de “hacer la historia”.
La ruta es escarpada y no carente de trampas, así como del riesgo de
abandonar la dirección principal y extraviarse en la tentación de dudosos
desvíos.
La falsa oposición entre “lo social” y “lo político” sólo puede ser superada
en la medida en que “lo social” se asuma como político y “lo político” respete
“lo social”.
Sin embargo, sería un acto de inconducente voluntarismo negar que tal
conflicto existe, y se manifiesta de diversas maneras, con expresiones incluso
descalificadoras que parecieran cerrar para siempre todo espacio de diálogo y
de encuentro.
Para que la historia cambie realmente de rumbo, se precisa una confluencia
de fuerzas que estén en disposición de dialogar sobre un conjunto de
aspiraciones compartidas, y que pongan sobre la mesa sus concepciones acerca de
las formas y métodos para alcanzar objetivos que se denoten comunes.
Ciertamente, y todo en la historia así lo señala, siempre habrá sectores
más avanzados, reticentes otros, críticos o descreídos. No se trata –sin
perjuicio de reconocerlo- de ahondar en ello, por cuanto, y también esto está
demostrado por la experiencia histórica, eso sólo beneficia a los sectores
contrarios a los cambios.
Lo que debiera ser para todos la prueba de fuego, “el juicio de Dios” de
los tiempos que corren, es la lealtad con el núcleo central de un programa
elaborado desde la base social y asumido como tal por las corrientes políticas
que dieron lugar a la coalición que hoy cumple sus primeros 100 días en el
poder.