Fuente: Red Digital
por Atilio A. Boron.
Días pasados, Pablo Vidal, uno de
los diputados del partido Revolución Democrática que integra el Frente Amplio
de Chile, manifestó en una entrevista ante La Tercera que el presidente Nicolás
Maduro era un dictador.
Lo que podría haber sido el
desafortunado exabrupto de un novel legislador tardó unas pocas horas en
revelarse como el síntoma de una grave enfermedad que, de no combatirse de
inmediato, clausuraría por largos años la posibilidad de ofrecer una alternativa
pos-neoliberal al desprestigiado sistema de partidos políticos imperante en
Chile, vástago de la funesta dictadura de Augusto Pinochet.
En efecto, sin meditar sobre el
significado y los alcances de las palabras de Vidal otros dirigentes del FA
salieron en tropel a respaldar sus dichos poniendo en evidencia que su profundo
desconocimiento de la historia chilena y de las categorías más elementales del
análisis político es una falencia compartida por igual con sus compañeras y
compañeros de partido.
Porque, ¿cómo es posible que
alguien que se propone como una alternativa de izquierda asuma por completo el
discurso y la propaganda urdidas por el imperio y la derecha vernácula?
Por si hubiera dudas al respecto
Vlado Mirosevic, un representante del Partido Liberal –una derecha pura y dura,
mal disimulada por una delgada pátina de posmodernismo combinada con un eficaz
marketing político- saltó al ruedo para expresar su total acuerdo con el
extravío de Vidal.
Desgraciadamente en pocas horas
el “efecto manada” hizo presa de muchos dirigentes del FA que de modo
irreflexivo arrojaron por la borda buena parte de su identidad de izquierda.
Un reporte sobre este asunto se
encuentra en
https://www.cnnchile.com/pais/diputados-rd-se-alinean-al-calificar-de-dictador-a-nicolas-maduro_20190205/
Se requiere un elevado nivel de
analfabetismo político -para decirlo diplomáticamente- para que un ciudadano o
una ciudadana de un país como Chile, que ha sufrido una de las más horrendas
dictaduras de que se tenga noticias en el siglo veinte, pueda calificar con los
mismos términos a Augusto Pinochet y Nicolás Maduro.
No sólo Vidal y sus cofrades han
demostrado tener un olímpico desconocimiento de la realidad venezolana sino
que, peor aún, otro tanto ocurre con la historia de su propio país. Si la
conocieran, porque es su obligación como legisladores o como dirigentes
políticos conocerla muy bien, jamás podrían haber cometido una grosería como la
que estamos comentando y que no por casualidad fue recibida con enorme alborozo
por la canalla mediática, comenzando por la CNN y siguiendo por los demás
medios hegemónicos.
Como lo comenta con sensatez en
su tuit una joven comunista chilena, Florencia Lagos Neumann, “Dictadura es
dictadura. Pinochet era dictador, Videla era dictador, Somoza era dictador,
Franco era dictador. Si en sus dictaduras hubiera aparecido un loco
autoproclamándose presidente a las 2 horas era fusilado y tirado a una fosa
común. ¿Se entiende?”
La elocuencia de este
razonamiento ahorra muchas palabras.
Se pueden decir muchas cosas de
Juan Guaidó (la mayoría de las cuales poco honorables) menos que haya padecido
inconveniente alguno en su continua prédica sediciosa, o en su convocatoria a
la población y las fuerzas armadas para quebrar el orden constitucional o en su
infame pedido al gobierno de Estados Unidos para que se inmiscuya activamente
en la resolución –sin duda violenta y sin ninguna clase de diálogo político,
como lo ha manifestado más de una vez la Casa Blanca- de la crisis que afecta a
Venezuela.
Su demagógica pregunta, formulada
en un acto público callejero, de si alguien le tiene miedo a una guerra civil
(y que el público asistente contestó con un resonante no) es de una
irresponsabilidad criminal. En cualquier país del mundo –y Chile no es la
excepción- un sujeto que obra de esa manera es de inmediato apresado y juzgado
perentoriamente a cumplir una larga condena en una cárcel de máxima seguridad.
En Estados Unidos podría
inclusive ser pasible de la pena capital. Pero nada de eso ocurre en la
“dictadura” de Maduro denunciada con un ardor digno de mejores causas por
algunos sectores del FA.
Una extraña dictadura –como decía
Eduardo Galeano hablando de los días de Hugo Chávez en el poder- que permite
que un fantoche como Guaidó circule por todo el país sin ser perseguido, que
cite a exministros chavistas y se reúna con ellos, a plena luz del día, en el
Palacio Legislativo en el centro de Caracas para intercambiar ideas sobre la
constitución de un gabinete de su ilusoria “transición”.
O que permite que un dirigente
responsable de ser el inspirador y autor intelectual de las dos guarimbas que
en el 2014 y 2017 dejaron una estela de centenares de muertos, miles de heridos
e inmensos daños a la propiedad, nos referimos a Leopoldo López, aparezca
regularmente en diversos programas de radio reproducido y viralizados por las
redes sociales y en donde desde su confortable prisión domiciliaria se exhorta
a las fuerzas armadas bolivarianas a permitir el ingreso de la “ayuda
humanitaria” enviada por Washington.
¿No son éstos, acaso, ejemplos
rotundos de la libertad de prensa y de reunión que existe en la Venezuela
bolivariana y que ninguna dictadura jamás admitió? ¿Pudo hacer esto la
oposición a Pinochet en Chile, o de Videla en la Argentina o de Somoza en
Nicaragua? ¿Es posible ignorar una verdad tan elemental como ésta? ¿Cuál es el
concepto de “dictadura” que manejan algunos líderes del FA?
Confieso mi curiosidad por
conocerlo y por saber cuál es el teórico que produjo tan extravagante
definición por la cual el venezolano es un dictador y el déspota de Arabia
Saudita que masacra al pueblo yemení y manda asesinar a un periodista de su
país en la sede de su embajada en Turquía no lo es; o que un régimen
neofascista y genocida como Israel sea considerado como una ejemplar democracia
con la cual Chile debe estrechar sus vínculos sin ninguna clase de reserva pese
a su flagrante y sistemática violación de los derechos humanos en los
territorios ocupados y su rechazo a todas las resoluciones de Naciones Unidas.
La conclusión inescapable de esta
toma de posición de algunos dirigentes del FA es que su referencia a la cultura
de la izquierda y sus centenarias luchas es un lamentable malentendido; o, en
caso de que exista mala fe, un artilugio discursivo y electorero para adquirir
respetabilidad ante los sectores dominantes.
Una identidad de izquierda tan
frágil que se disuelve tan pronto sus representantes deben plantarse frente a
los candentes desafíos de la realidad política, esa “lucha de dioses
contrapuestos” a la que se refería Max Weber y en la cual no caben las
mediatintas ni los “ni-ni” del posmodernismo sea en sus variantes de derecha o
de (pseudo)izquierda.
Recuerdo unos versos de Víctor
Jara cuando cantaba, en los años de la Unidad Popular: “usté no es ná, ni
chicha ni limoná”. Quienes en estos días se unieron alegre e irresponsablemente
al discurso del imperialismo y la reacción autóctona corren serio riesgo de
convertirse en “ná”, y eso políticamente es un seguro camino al desastre.
O, peor aún, convertirse en su
contrario y abandonar la empresa histórica de rescatar a Chile de las garras
del neoliberalismo. Porque quienes ingresan ruidosamente al ágora con el
discurso de “Maduro dictador” ya se colocan, objetivamente y más allá de
inconsecuenciales gestos de rebeldía, del lado del imperialismo y la reacción.
Tienen que tomar conciencia que
al hacerlo se han asociado a lo peor de la política latinoamericana. Están codo
a codo con Uribe y Duque, Macri y Bolsonaro, con Hernández y Lenín Moreno, con
Almagro y con Santos, con Bolton y Abrams, todos entonando el relato concebido
en Estados Unidos y difundido en nuestra lengua por el inigualable maestro en
el arte de decir mentiras que parezcan verdades: Mario Vargas Llosa.
Ese sector del FA, porque no creo
que sea toda esa organización, ingresa en la política latinoamericana de la
mano de los herederos de los que ahogaron a sangre y fuego la experiencia
pionera de Salvador Allende, y este no es un dato menor ni una simple anécdota.
Tomaron partido por ellos, por los vástagos de quienes bombardearon la Moneda,
asesinaron a Orlando Letelier, René Schneider, Carlos Prats González, a Pablo
Neruda, a Eduardo Frei y condujeron a la muerte a Salvador Allende; también por
los que torturaron, mutilaron y ejecutaron cobardemente a Víctor Jara y a miles
de chilenas y chilenos; los que organizaron siniestros campos de concentración
y caravanas de la muerte, desaparecieron a miles, mataron a otros tantos y
enviaron a cientos de miles de sus compatriotas al exilio.
En su asombrosa ignorancia este
sector de la dirigencia frentista demuestra desconocer el abc de la filosofía política,
¡y pretenden con tal rudimentario arsenal teórico conducir a Chile por la senda
del progreso y la justicia social! Incapaces de distinguir lo que es una
dictadura, de reconocer la omnipresencia del imperialismo –palabra prohibida en
su discurso- o de conocer el dolor y la destrucción que éste provoca con su
agresión económica, política, diplomática y mediática a la Venezuela
bolivariana se rinden ante el pensamiento único en su fatal empeño por
constituirse como una alternativa “moderada” ante la “inmoderada” injusticia
que campea en Chile.
Ante el crisol de la crisis
venezolana ese sector del FA se funde con la derecha en su maniqueísmo propio
de la Guerra Fría, en su cruzada contra los gobiernos que no se arrodillan ante
los mandatos de la Casa Blanca (Noam Chomsky dixit) y que son invariablemente
caracterizados por ésta como “dictaduras”.
Una izquierda que en su
infantilismo cae en la trampa de creer que va a poder resolver la deuda social
de la “democracia de (muy) baja intensidad” de Chile, o de su “democradura”,
sin enfrentarse con todos los demonios del infierno que saldrán en tropel para
aplastar a sangre y fuego a quienes tengan la osadía de pretender cambiar el
mundo.
Gentes que, en su inexperiencia,
creen que la política es un juego caballeresco en donde los reformadores
sociales, ni digamos los revolucionarios, van a ser enfrentados con las armas
de la legalidad y la institucionalidad por los partidarios del status quo.
No basta con que Donald Trump le
confiera el rango de presidente legítimo de Venezuela a un fantoche como Juan
Guaidó, en abierta violación de la Carta de las Naciones Unidas y el derecho
internacional. Tampoco que John Bolton haya declarado que quiere el petróleo de
Venezuela para las empresas estadounidenses.
Aunque Trump y Bolton les griten
en la cara que en su momento vendrán a apoderarse de los recursos naturales de
Chile en su ebriedad posmoderna los que vociferan “Maduro dictador” seguirán
pensando que el imperialismo es una fábula de la vieja izquierda, un mito que
sobrevive increíblemente en tiempos de la posmodernidad líquida en donde, como
decían Marx y Engels en el Manifiesto Comunista (que esos sectores del FA
harían muy bien en leer) “todo lo sólido se disuelve en el aire”.
Todo, sí, menos la lucha de
clases y la dominación imperialista. Y si no comprenden esto no han comprendido
nada y se disolverán en el aire sin dejar más que un borroso recuerdo, una
juvenilia pasajera que prometió ser una brisa renovadora en la política chilena
y acabó siendo más de lo mismo.
Admito que algunos sectores de la
izquierda puedan ser duros críticos del gobierno de Maduro. O decir que éste no
supo contrarrestar efectivamente la brutal ofensiva que Estados Unidos lanzó
para acabar con la Revolución Bolivariana. O que su manejo de la política
económica fue desacertado o que el combate a la corrupción careció de la
energía requerida.
Pero decir que Maduro es un
dictador es un gigantesco error conceptual grávido de lesivas consecuencias
prácticas para el futuro del movimiento popular chileno.
Este difícilmente podrá hallar
una ruta de salida a las injusticias e inequidades producto de casi medio siglo
de políticas neoliberales cuando una fuerza política que se pretende de
izquierda piensa y actúa como si fuera de derecha. Olvidándose, además, ¡torpes
sociólogos quienes la asesoran!, que los pueblos, dondequiera que sea, y no
sólo en Latinoamérica, siempre prefieren el original a la copia.
Y una izquierda que se presenta
como una caricatura de la derecha decreta su propia obsolescencia y lleva agua
al molino de aquélla.
El Frente Amplio aún está a
tiempo de sortear tan lamentable desenlace. Una discusión franca, rigurosa y
con mucho fundamento puede salvar un proyecto de recambio, tendencialmente
pos-neoliberal, que Chile necesita impostergablemente.
Sería imperdonable que esa
oportunidad se frustrara.
Fuente: Blog del autor