miércoles, 5 de octubre de 2011

HOMENAJE A JOSÉ MIGUEL VARAS







HOMENAJE A JOSÉ MIGUEL VARAS

El día 23 de septiembre recién pasado falleció el gran escritor y periodista José Miguel Varas, de conocida militancia en el Partido Comunista de Chile y ex miembro del Comité Central. Premio Nacional de Literatura en el año 2006, se distinguió entre otras, como director del diario El Siglo y locutor de Radio Magallanes. Exiliado en la ex Unión Soviética, nos acompañó por años informandonos de la lucha del pueblo chileno contra la dictadura fascista a través de las ondas de Radio Moscú y el programa "Escucha Chile". De José Miguel Varas se tendrá que escribir mucho sobre su vida, de su entrega y aporte a la conquista de la democracia, así como a tantas facetas aún desconocidas.

Hoy quiero entregarles un escrito de José Miguel Varas aparecido en la revista Araucaria de Chile, que tiene por titulo Neruda y Neruda. Conversación de Praga. Un escrito que nos lleva a conocer un poco al escritor a través de Neruda.

Fraternalmente.

Oscar Dante Conejeros E.









Neruda y Neruda

Conversación de Praga

JOSÉ MIGUEL VARAS


"Cuando yo tenía 14 años de edad, mi padre perseguía denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos me busqué un apellido que los despistara totalmente. Encontré en una revista ese nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con un monumento erigido en el barrio de Mala Strana de Praga. Apenas llegado a Checoslovaquia, muchos años después, puse una flor a los pies de su estatua barbuda."

(Pablo Neruda, Confieso que he vivido, pág. 223, Edición Seix Barral, 1974.)


Una vez yo caminé con Neruda por la calle Neruda.

Y eso no pasaba en un sueño, sino (al parecer) en Praga. La calle fue bautizada así en honor de Jan Neruda, el poeta checo del siglo pasado. La calle se llama "Nerudova", si hemos de ser precisos.

La precisión se echará de menos, tal vez, en lo que sigue, una especie de crónica elaborada a base de recuerdos que no es posible verificar. Recuerdos de encuentros y conversaciones con Pablo Neruda en Praga, donde viví entre abril de 1959 y septiembre de 1961, trabajando como locutor y libretista de Radio Praga y a la vez, como corresponsal del diario El Siglo.

Según la cronología que aparece en Confieso que he vivido, Neruda estuvo en Praga sólo una vez en aquel período, en 1960. Sin embargo, conservo un recuerdo nítido de dos diferentes ocasiones de encuentro con él y Matilde en esa ciudad, que no sé si corresponden a años diferentes o al mismo año, acaso con un intervalo de algunos meses entra ambos. Otra posibilidad es que a lo menos una de esas visitas nerudianas sea estrictamente imaginaria. No la descarto.

Pero sí estoy seguro, ¡caramba!, de haber caminado con Neruda y Matilde por la calle Neruda (dejemos el genitivo para los checos), que baja ondulando desde el castillo con gentil declive y gradual curvatura.

Caminábamos muy lentamente, mirando aquellas casas construidas un par y medio de siglos antes, que se alinean con tanta gracia y diversidad, cada una con su gesto individual, sus propias volutas de piedra, sus capiteles triangulares (o no), sus ventanas de marcos blancos y sus negros portones de hierro que se abren hacia afuera como alas de murciélagos y quedan sujetos a los muros de piedra. En fin, sus tejados escarpados, en cuyos bordes asoma de pronto una ventanilla redonda que reproduce exactamente la forma de un ojo, no de buey sino humano, hasta con un párpado superior hecho de pequeñas tejas.

En la primera parte del paseo, Neruda hablaba poco y miraba mucho. Matilde sólo intercalaba frases breves, a veces celebrada con su gran risa ancha, perlada y profunda, alguna ocurrencia. Ella y Pablo son de las personas más celebradoras que he conocido. Neruda se tragaba todo con rostro inexpresivo, pero hacía notar cada detalle, a veces con un movimiento de la ceja izquierda, otras alzando a medias una mano en ademán sacerdotal e incompleto. Sus comentarios eran parcos, de tono familiar, nunca literarios, a veces chacoteros.

Me resulta imposible recuperar ahora aquellas alusiones fugitivas que componían, con los movimientos de cejas, o de orejas, con ciertos guiños o ladeadas de cabeza, una disertación peripatética y sabia sobre la ciudad, sobre las huellas que el carácter de la gente imprime en sus viviendas, sobre las clases sociales, el barroco y el tiempo. Sabiduría que no era arquitectónica, ni histórica, ni erudita (aunque también lo era), carente hasta de la sombra de la más mínima pretensión intelectual; lección de saber mirar y ver, absorbiendo espongiariamente el mundo.

Nos detuvimos a admirar la Casa de los Dos Soles y después la Casa de las Tres Águilas Negras. En ambas vivió Jan Neruda algún tiempo. Más adelante, Pablo ponderó la delicadeza de la enseña de la Casa de los Tres Violines que forman, los tres, un haz sobre fondo celeste, y comenzó a quejarse con un tono infantil de la imposibilidad de llevársela para su casa de Valparaíso, "La Sebastiana".

—Por favor, no empiece con esas cosas, Pablito —decía Matilde, como entre divertida y temerosa de los caprichos de coleccionista del poeta.

El miraba ahora ensimismado el letrero municipal, letras blancas sobre fondo rojo, con el nombre de la calle: "Nerudova".

—Yo sé demasiado poco del verdadero Neruda —dijo por fin, con uno de esos curiosos ademanes incompletos que ponían el énfasis a destiempo—, y aquí en Praga, sobre todo, eso me hace sentirme culpable. Claro que he leído los estupendos Cuentos de Mala Strana y algunos de sus poemas, en traducción francesa. Pero me gustaría conocerle mejor. ¿Tú lo conoces?

—Mmh, no mucho. No más que tú, en todo caso.

—Malo —levantó un dedo a posteriori—. Tú que estás en Praga y que sabes checo, tienes la obligación de leerlo. No debes contentarte con Kafka y con Capek. Debes leer a Neruda y, además, debes traducirlo. Yo te puedo ayudar después, con la forma final.

—¡Hombre! —me defendí—, de checo no es mucho lo que sé. Fórmulas de primera necesidad. No me alcanza para leer poesía. Y menos, un autor del siglo pasado.

—En eso te equivocas. Cuando uno aprende un idioma extranjero, lo primero que aprende, después de "esté es el gato", es justamente el lenguaje literario del siglo pasado, porque es el que está en los manuales y en las crestomatías —sonreía al decirlo, porque la palabra le parecía cómica (la decía acentuando su comicidad)—, además, porque los escritores del siglo XIX, a diferencia de muchos de ahora, tenían una gran voluntad de comunicación.

Al llegar a la plaza de Mala Strana con su forma irregular, que Pablo definió como "trapezoide gótico", pasó tintineando un tranvía colorado. Se lanzó entonces a un elogio del tranvía, el medio de transporte perfectamente humano, donde la gente se mira las caras, ideal para la ciudad pequeña o mediana, que es también la ciudad humana, sin distancias ni aglomeraciones abrumadoras. Se fijó en el escudo de Praga, que cada tranvía lleva en el costado. Es un brazo acorazado, amenazante, que sale por una ventana abierta en un muro de piedra; la mano con guantelete de fierro, blande una espada. Debajo está el lema de la ciudad: "Praha, matka mest", que le traduje: "Praga, madre de ciudades".

—Es un escudo poco acogedor —observó—. ¿Te lo imaginas en un folleto de turismo con un letrero "Welcome to Praga"?

Inició entonces una inesperada celebración de Santiago, pero no el de "hoy" (1960), sino, el que le tocó vivir en los años cuarenta. No, tampoco el de sus bohemios años veinte con el "Hércules" y los crepúsculos de Maruri. En los cuarenta, eso sí, seguía oliendo atrozmente a gas. En invierno, adentro de las casas, se sufrían fríos siberianos. Eso pasa incluso ahora. Ivette Joye dice que nunca en Europa, ni siquiera durante la guerra, pasó tanto frío como en Chile. Pero se cultivaba la amistad y la hospitalidad. A cierta hora, un día cualquiera, de improviso, alguien proponía: "¡Vamos a ver a Fulano!" o "Vamos donde los X". Por lo general no tenían teléfono; o no se sabía el número, o cuando se llamaba, no se escuchaba nada, sino el viento; o tal vez nadie tenía teléfono en aquel tiempo. Era el momento en que se formulaba la pregunta inútil: "¿Y si nostán?", a la que seguía la respuesta de cajón: "Sistán tan, sinostán, nostán". Y para allá se partía, en carrito, a Los Guindos, Echaurren o Recoleta, a ver a los amigos, sin aviso previo. A veces el grupo que se descolgaba era numeroso. Pero nunca había una mala cara. Nunca los paracaidistas eran desairados. Todo era alegría, auténtica felicidad de verse, de platicar la amistad. No faltaba una botella o más, unas frutas, el tecito, los alfajores comprados en la esquina, las sopaipillas, la suerte de la olla. Era un Santiago amistoso, fraternal. Los extranjeros no querían irse ni por nada. Sentían el buen calor del subdesarrollo. Las distancias eran accesibles y la gente también. Todos teníamos tiempo, sobre todo para la amistad. El lema de Santiago de aquel tiempo pudo haber sido: "Sistán tan, sinostán, nostán".

Se detuvo y me lanzó una mirada aviesa, o traviesa: —Tú... ¿eres santiaguino?

—Sí.

—Mmmh.

—¿Por qué?

—Se te nota —dijo con mucha seriedad. Y después, ante mi desconcierto, comenzó a desternillarse de risa, junto con Matilde. Traté de reir yo también, pero me salía falso. Más se reían ellos. Yo no lograba advertir el motivo del júbilo de aquellos dos provincianos.

—Bueno, bueno —les dije por último—, la culpa no es mía. En todo caso, trato de sobrellevar el estigma con decoro.

De la plaza de Mala Strana pasamos riendo, sin darnos cuenta, a la plaza vecina, dominada por la alta presencia barroca de la iglesia de San Nicolás, con su gran cúpula verde nilo. Entramos a la iglesia entre una majada de turistas germánicos en pantalones cortos. (Detalle que me permite precisar que esto ocurría en verano.) Neruda se detuvo ante el altar mayor, que dominado por cuatro Papas y cuatro, gigantescos, atléticos, con vestiduras y mitras blancas, que apalean y aplastan sin contemplaciones a infieles y demonios, con gruesos garrotes.

—A Dios rogando y con el mazo dando —murmuró Pablo. Se quedó mirando el colosal grupo escultórico con una gran concentración y luego dijo: —Pero, ¿te fijas? En fin de cuentas no parece que nadie sufra mucho. Imagínate este mismo tema en manos de españoles. ¡Nos salpicaría la sangre! En cambio, aquí... hay algo teatral. Coreográfico. No es el dolor, sino la representación estética del dolor...

—Algo como la ópera italiana... —dijo Matilde.

—Este barroco es todo sensualidad —siguió Pablo—. Mira, mira... —nos hacía avanzar y detenernos, avanzar de nuevo, para hacernos notar como cambiaba la perspectiva y como todo el contorno curvo de los muros de la iglesia y de la altísima cúpula ondulaba, parecía estirarse elásticamente y replegarse en otras zonas, desperezarse, palpitar y entreabrirse hasta crearnos la sensación, sin duda inducida o acentuada por el poeta de que nos encontrábamos en el interior de un ser viviente y respirante o tal vez de ciertos órganos.

Salimos. Caminamos bajo las largas arcadas. Les hablé del cercano restaurante "U mecenase" (Donde el Mecenas), iluminado solamente por velas en candelabros. Uno va entrando como en una pequeña caverna de techos bajos, abovedados, que bajan fundiéndose con las murallas, en dos o tres salas sucesivas. La última, la más pequeña, que parece sacada de una película de Cocteau, tiene a la vez un aire vagamente siniestro (¿evocación de "El Barril de Amontillado?") y en ella hay una sola mesa, redonda, rodeada de tres sillas.

—Tendríamos que venir, Pablito —dijo Matilde.

Neruda no mostró entusiasmo por la parte Cocteau-Poe y preguntó dubitativo: —¿La bella o la bestia? —para plantear a continuación la pregunta clave: —¿Y qué tal se come ahí?

No pude responder con precisión. Me acordaba de un vino blanco muy bueno, húngaro, que una vez...

En esto llegamos al restaurante. Como era de preveer, no funcionaba a esta hora (antes de las 12, creo). El doble portón de fierro negro estaba cerrado a machote, abrochado por un candado colosal, del que Pablo se enamoró de inmediato. Lo admiró prolongadamente. Lo palpó, lo tironeó. Estaba muy firme. Lo dejó y se apartó con un suspiro.

Apoyamos los tres las narices en el vidrio de una pequeña ventana y miramos hacia el interior. Estaba oscuro. Se veía poco: tal vez parte del bar, maderas color nogal, llaves y tuberías de bronce, un sifón celeste.

—Tenemos que venir aquí —declaró Pablo con firmeza.

Ignoro si en definitiva estuvo alguna vez en "U mecenase". En todo caso, no conmigo.

—Pero cuéntame, cuéntame de Jan Neruda —me pidió cuando ya íbamos atravesando el puente de Carlos.

Extraje la ficha mental correspondiente. Había leído no hacía mucho un largo artículo sobre el poeta, ilustrado con una fotografía suya, o deguerrotipo, de juventud. Aparece moreno, pálido y flaco, no demasiado diferente de Neruda (el nuestro) en la época de Crepusculario. Maduro, adquirió corpulencia (como el nuestro). Sin embargo, con su nariz aquilina, sus anteojos y su barba tenía más bien un aire de familia con Pancho Coloane. Pablo recordó la estatua con barba, en la falda de un cerro verde.

—Se ve bastante robusto —comentó—, ¿por qué no pudo el escultor representarlo en su juventud?

—¿Es lo que pedirías, si hicieran una estatua tuya? —pregunté, lo juro, con inocencia.

Me miró fríamente. Volví la cara a Matilde, pidiéndole auxilio y me devolvió una mirada severa. Caminamos unos pasos en silencio. Bueno, volví a mi tema, su padre fue militar. Artillero en retiro, se dice. No está claro, pero deduzco que era un suboficial, porque no se menciona su grado. Retirado, tuvo una cantina que después convirtió en puesto de venta de diarios y tabaco. Su madre trabajó alguna vez como empleada doméstica. Jan Neruda pasó casi toda su vida en el barrio de Mala Strana. Infancia pobre. Durante la niñez y la juventud conoció ambientes diversos, dice el crítico, que lo hicieron sentir duramente las diferencias y las injusticias sociales. Solidarizó con la gente pobre, postergada; con los desplazados al margen de la sociedad. Mostró capacidad para mirar el mundo con los ojos de los marginados. Lo marcaron fuertemente las experiencias de los años revolucionarios, 1848 y 1849, cuando era todavía un estudiante. ¿Sería algo así como el año 20 en Chile?

Pablo escuchaba sin mover un pelo. También Matilde. Gradualmente habíamos ido retardando el paso, hasta detenernos.

—¿El año 20? ¿Tú crees? —preguntó, medio para sí—. El año 20 fue de fermentos y de esperanzas, pero no de revolución.

—Bueno, en aquel tiempo Checoslovaquia llevaba más de dos siglos sometida al dominio alemán. Colonizada, prusianizada. Praga especialmente vivía una atmósfera de inquietud, crecía la tendencia independentista, patriótica, republicana. También los anhelos de liberación social. Era el gran renacimiento nacional. Democracia, libertad, independencia, soberanía popular, rechazo de la ideología feudal y del prusianismo: ésta fue la base de las ideas políticas de Jan Neruda, según afirman los que saben.

—¿Y todo eso se reflejó en su poesía?

—No me atrevo a decirlo —respondí—. No conozco lo suficiente. Tal vez no del todo. Parece que expresaba sus posiciones sociales, políticas, más bien en la prosa 1. Sobre todo en sus artículos periodísticos, "folletones" diríamos o, en francés, "feuilleton". Compuso más de dos mil. En 1890 escribió sobre la primera manifestación obrera del 1° de mayo en Praga.

1 Creo que dije algo así entonces, en 1960. Más tarde he sabido que esa afirmación es incorrecta. Jan Neruda descubría y exponía "relaciones estrechas entre la causa pública y los asuntos íntimos" en sus Libros de Versos y Canciones de los viernes. Así lo dice Jiri Rulf en la revista Vida checoslovaca, núm. 7, 1984, cuyo artículo "Dos ciudadanos de Praga" inspiró el que aquí se publica.

—¿A favor o en contra? —preguntó Pablo.

—A favor, pues.

—Espera un momento. —Con un gesto nos invitó a callar y a admirar la belleza del paisaje, el río, y allá arriba, el castillo. Gran pausa.

—Bueno, ¿y los versos de Neruda? —volvió a la carga.

—Te digo que no puedo opinar de manera directa. No los he leído, salvo unos pocos. Se que los primeros eran muy románticos. Su primer libro se llama Flores de cementerio. Está dedicado a un amigo muerto. Pero la prosa... Su primer libro de cuentos, Arabescos, causó escándalo. Eran relatos sobre prostitutas, había escenas que fueron consideradas eróticas, personajes al margen de la moral oficial.

—¿Ladrones, contrabandistas?

—No lo sé con certeza. Te cuento cosas que sé de segunda mano. Por boca de ganso. ¿Buscas algún paralelo? ¿La casa de Cantalao?

—No sé, no sé. Posiblemente. Pero dime, dime más...

—Escribió sobre ferroviarios.

Se paró en seco y me miró con desconfianza:

—¿No estás inventando?

—Usted me ofende, Maestro.

Matilde cascabeleó su risa.

—No estoy inventando. Publicó un relato sobre los obreros checos que construían las primeras líneas férreas. Se llama "Trhani".

—¿Y qué significa eso?

—Algo así como andrajosos. En Chile se diría tirillentos.

—En Chile se diría "rotos" —dijo.

—El personaje principal de ese cuento es un obrero.

—¿Un roto carrilano?

—Eco. Se llama Komarek, palabra que quiere decir "mosquito". El crítico considera que en él, Jan Neruda, dio anticipadamente el prototipo de un personaje popular que corresponde al "pequeño hombre" u "hombrecito" checo, cuya expresión clásica es el buen soldado Svejk.

Pablo había leído El buen soldado. Primero en una traducción argentina atroz. Después en una inglesa, muy buena. Habló de la formación del carácter de los checos, tres siglos de opresión, soportando la pesada hegemonía alemana, política, estatal, social y hasta lingüística; cultivando su literatura y su propio idioma como ocupaciones subversivas, casi clandestinas y desarrollando ese humor especial, signo de independencia interna, de rebeldía espiritual frente a una situación insoportable, pero que por el momento no se puede cambiar.

Hablamos del Teatro Nacional, símbolo de la lucha por la independencia, cuya construcción fue financiada por erogación popular en el siglo pasado. Y no una vez, sino dos veces, porque se incendió poco después de la primera inauguración. Nos paramos a mirar desde lejos, por encima del rio y de los árboles el ancho edificio color sepia con su techo de escamas metálicas grises. Jan Neruda, le dije, fue el Secretario del comité que organizó aquellas colectas y los trabajos de construcción del teatro.

Pero volviendo al tema del "hombrecito", le conté de las opiniones de un amigo checoslovaco, que vivió durante varios años en Chile, veterano militante, que a su regreso a Praga se convirtió en severo crítico de sus compatriotas. De algunos de ellos, claro...

—El dice que los checos tienen muchas cualidades valiosas y admirables. Tales como: puntualidad, disciplina, economía, inventiva mecánica, laboriosidad, destreza manual... Pero, según él, "estas cualidades, que hacen grandes a los pueblos, hacen pequeños a los hombres".

Pablo sonrió, pero manifestó sus dudas: —¿Te parece que tiene razón?

—No sé. El no deja margen para discutirle. Habla mucho, y con vehemencia, contra el "hombrecito" checo. Para él, sinónimo de "pequeñoburgués". Vocifera contra "el hombre sin heroísmo".

—¿Pequeñoburgués? ¿Sin heroísmo? —el poeta no estaba convencido—. Perdóname. Tú mismo dices que el carrilano de Jan Neruda es un proleta. El buen soldado me parece un personaje del pueblo. Y en cuanto a los del heroísmo, Fucík ¿no es acaso un héroe checo? ¿Y la insurrección de Praga contra la máquina militar de los nazis? ¿No la hicieron, acaso, esos mismos "hombrecitos" chechos, incluyendo, parece, muchos pequeñoburgueses, además de los proletarios? No —sacudió la cabeza—, las generalizaciones son generalmente injustas y muy peligrosas. Nuestro amigo tal vez tiene sus motivos, pero, no sé, me suena sectarión. Los pueblos tienen cada uno su "modito", su estilo, sus formas de expresión. ¿Has visto La barricada muda?

Le confesé que no.

—¿Y has leído el libro, de mi amigo Jan Drda.?

—Tampoco.

—Debes leerlo y debes ver esa película —me amenazó a destiempo, con el dedo índice—. Es parte de la historia contemporánea, de la historia de este pueblo, que sabe reírse, incluso de sí mismo, que no hace alardes, ni le gustan las frases sonoras, pero que, a la hora de la verdad, es capaz de gran heroísmo colectivo.

—O sea, "los callados héroes" —dije, citándolo.

Me miró desconcertado, como siempre que yo o cualquier otro recordaba en voz alta algunos de sus versos 2. Yo aprovecho esta pausa para intercalar estos, del poema "Conversación de Praga", que es un retrato de Julius Fucík:

El héroe que no lleva

en su cabeza inmóvil

los laureles de piedra olvidada,

sino un sombrero viejo

y en el bolsillo el último

recado del Partido.

2 Luis Enrique Délano contaba de un tiempo en que varios amigos habían contraído el hábito de hablar "en Neruda", aplicando sus versos, con mayor o menor fortuna, a diversas situaciones de la vida cotidiana. Este juego, decía Luis Enrique, turbaba extraordinariamente a Pablo, que no podía participar en él, aunque a veces lo intentara, porque era incapaz de recordar o de citar sus propios versos.

Terminamos de cruzar el puente, entramos por la calle Karlova y Pablo se metió sin decir una palabra a la tienda del "Antikvariat", que se encuentra a la derecha, a pocos metros del cruce. Fue acogido como el viejo cliente que era.

—¡Pane Neruda! Le ruego..., por favor, pase adelante, ¡a su servicio!

No parecía fingida la amabilidad antigua del hombre, que inclinaba profundamente su gran calva, rodeada de una cornisa barroca de cabellos blancos ensortijados. Se enfrascaron los dos en el examen de unos grabados antiguos que el hombre extrajo con misterio de una enorme carpeta. Se entendían en un idioma compuesto de fragmentos de checo, alemán, francés, inglés y castellano, además de sonidos apreciativos, miradas en clave. De los grabados (alcancé a ver un viejo mapa de América del Sur), Pablo pasó a los libros, a los objetos, se prendó de una lámpara, de un guerrero a caballo, de un tintero. Por último, dejó un lote reservado.

—Usted no ha recibido sus honorarios, Pablo —le dijo Matilde.

—Prometió volver. El anticuario salió a la puerta a despedirlo, con múltiples venias, musitando con fervor:

—¡Hasta la vista, pane Neruda! Muchas veces gracias. ¡A su servicio!

(Traduzco muy imperfectamente las complejas fórmulas de cortesía checas.)

—Pablito —dijo Matilde definitivamente—, ya se ha hecho tarde. Tenemos que volver al hotel.

Ya no quedaba tiempo para pasar al pequeño mercado de Havelska, de lo que Pablo se lamentó. Regresamos, tal vez en tranvía a lo largo de la Plaza de Wenceslao, hasta el hotel "Yalta".

¿Qué pasó después? Recuerdo una reunión muy animada en el vestíbulo del hotel en torno de una gran mesa redonda (¿pero fue el mismo día?). Estaba Juan Marinello y varios chilenos, Guillermo Núñez, seguramente; tal vez, Berta Mardones, Dolores Walker, Sergio Núñez.

Después, una tarde en pieza de hotel, con Ivette Joye, Pablo y Matilde, tomando whisky y hablando de Chile, de Bélgica, de la guerra.

—Tú ya conoces al "Chico Norte" —dijo Pablo riendo al verme llegar y empujando hacia mí a la pequeña Ivette.

—Sí, claro, aunque no por ese nombre.

—Ella misma le bautizó así, cuando estuvo en Chile. Había pasado mucho frío en Lota, en una pensión de mineros, y quería de todas maneras ir al "Chico Norte" en busca de calor.

—Pablo, ¡comme tu es méchant! —lo respondió Ivette.

Diminuta, morena, la periodista belga había conocido a Pablo en Praga, donde ella era sempiterna corresponsal del Drapeau Rouge, el diario del Partido Comunista de Bélgica. Contaba cómicamente su asombro al descubrir, años después de conocer a Pablo, que era un "grand grand poete". Cuando lo conoció en Praga lo había considerado ante todo un ser humano estupendo, un buen compañero que escribía versos, un comunista exiliado de uno de aquellos incomprensibles países sudamericanos. Cuando Pablo la invitó a Chile, años más tarde, tuvo la humorada de aceptar, sobre todo porque la invitación coincidió con una crisis personal. En Santiago, al comienzo, no entendía nada de nada, le parecía un país de locos, quería regresar de inmediato. Se fue quedando, quedando, sin darse cuenta. Casi un año.

—Ni se acordaba de que alguna vez tenía que regresar —dijo Matilde.

—Y ahora cuando quiero hablar checo me sale castillano —se quejó Ivette.

Constrastó cómicamente las costumbres de los belgas con las de los chilenos. La generosidad insensata con que una familia chilena de las más pobres recibía a cualquier visitante inesperado, poniendo sobre la mesa comida, vino y frutas (aún a riesgo de no comer una semana), la conmovía y la escandalizaba. Hablaba del espíritu de estricta economía que muchos siglos de guerras y catástrofes diversas habían fomentado entre los europeos. Contaba cómo su padre, campesino belga, acechaba el paso de los jinetes o de los carruajes tirados por caballos por el camino que pasaba frente a su casa y cómo corría, con un balde y una pequeña pala a recoger las valiosas bostas que ocasionalmente caían en el tramo que le correspondía. No más allá, ni más acá, porque los vecinos hacían otro tanto.

Después nos contó de la etapa final de la guerra, en Bélgica. Era el tiempo de las bombas V-l y V-2, los primeros "misiles", como se dice ahora.

—Con las V-l todo era simple —decía Ivette—. No iban muy rápido y su motor sonaba mucho, tal vez como el motor de un camión. La gente en las calles las miraba pasar. Cuando el motor se paraba, todos escapaban corriendo... porque la bomba caía y demolía una manzana.

—¿Y las V-2 —preguntó Pablo—, eran peores?

—Con ellas todo era más simple todavía —dijo Ivette—. La gente estaba sentada en una terraza, afuera de un café, conversando, como como nosotros ahora, un traguito... Y después, no estaba.

—¿Cómo? —preguntó Pablo—, ¿la gente no estaba?

—No estaba nada. Ni la gente, ni el café, ni la esquina, ni la calle. C'est tout!

Hubo un silencio largo. Me parece que estoy viendo todavía la expresión de los ojos de Pablo.

Y nada más. Es lo que por ahora he podido recordar de aquel día en que anduve con Neruda por la calle Neruda.

TOMADO DE: ARAUCARIA DE CHILE N°32 - 1985