Editorial de El Siglo,
edición 1702 del 14 de febrero de 2014
“La verdad
tendrá su hora”
El próximo 11 de marzo, nuestro país
habrá dado un gran paso hacia una mejor democracia, la que deberá expresarse en
los derechos cívicos y la vigencia de las libertades públicas, así como en
mejores niveles de vida por la vía de políticas que restituyan los derechos de
los trabajadores. Esto, como parte del programa comprometido con la ciudadanía
durante la campaña presidencial y parlamentaria reciente.
Junto a las demandas “materiales” esgrimidas por cientos de miles a lo
largo del país en los últimos tiempos, están aquellas que, como la plena
vigencia de los derechos humanos, conforman ese capítulo vital que tiene que
ver así como con la verdad y la justicia, con la propia dignidad de Chile como
nación.
Recientes acontecimientos reponen con inusitada fuerza el debate sobre la
impunidad y la responsabilidad de un segmento importante de la llamada “clase
política”: aquella que, vestida o no de uniforme, protagonizó las más
despiadadas persecuciones contra cientos de miles de chilenos durante la
prolongada tiniebla de la dictadura.
La verdad se abre paso, y ello es digno de destacar. Pero también es
urgente demandar de quienes son depositarios de la verdad de ese período
siniestro, ya sea como actores directos o encubridores –los “activos” y los
“pasivos”- la renuncia a los “pactos de silencio” que comprometen el cada vez
más relativo honor y dudoso prestigio de las instituciones armadas.
Deseable sería, a la vez, que aquellos que se atribuyen roles de severos
guardianes de la democracia y los derechos humanos cuando de regímenes que se
alejan de las lógicas neoliberales se trata, se miraran al espejo de la
realidad y, al menos, guardaran el silencio decoroso al que sus culpas los
invitan, como le aconsejaba a su adversario un notorio protagonista de los días
de la Revolución Francesa: “trate de merecer el olvido”.
Quiénes son y dónde están, es algo que todo el país conoce. Algunos, por
cierto, aún están ocultos, pero muchos gozan de altas protecciones y disfrutan
de beneficios que ningún tribunal en el mundo les reconocería. Desgraciadamente,
la constancia de tales conductas inmorales e ilegítimas se enfrenta con un
silencio no menos cómplice de altas esferas civiles y militares.
La explicitación de la barbarie, la justificación de “la tortura como
método”, impacta en los últimos días y sólo pueden refugiarse en la
indiferencia quienes se saben culpables por acción, material o intelectual. Ya
no es posible refugiarse en “yo vivía en una burbuja”, “yo miraba para otro
lado”, “yo nunca creí lo que decían los enemigos del país”.
Nadie podría, razonablemente, extender las responsabilidades a cada uno de
los integrantes del minoritario grupo social desde el que salieron los autores
de los planes macabros y sus ejecutores más notorios. Pero tampoco es aceptable que solidaridades
mal entendidas pretendan cubrir con el amparo del dinero y “las altas
relaciones” aquellas culpas que la simple sanidad pública exige sancionar con
todo el peso de la ley.
El país está a la espera…
EL DIRECTOR