HACE 52 AÑOS:
Iván Ljubetic Vargas, historiador del
Centro de Extensión e Investigación
Luis Emilio Recabarren, CEILER
El 23 de septiembre de 1973
fallece (¿asesinado?) Pablo Neruda. El 25, sus funerales son la primera
manifestación pública antifascista.
Plinio Apuleyo Mendoza,
escribe es “Aquel Adiós a Pablo Neruda”,
publicado por “El Tiempo”, el 7 de abril de 2013:
“Nunca he olvidado el choque que
recibimos Fina y yo cuando, al decirle a la recepcionista de la clínica que
teníamos una cita con el poeta, ella nos replicó sorprendida: “El maestro Neruda
murió a las tres de la mañana”.
Fue tal nuestra congoja y
desconcierto que la mujer, apiadada, decidió darnos la dirección de la casa a
donde habían llevado el cuerpo del poeta. Aquella dirección me quedó grabada
para siempre en la memoria: calle Marqués de la Plata.
Como lo tengo escrito en un texto
titulado Aquel adiós a Neruda, hacía frío y todavía flotaba en el aire una
neblina matinal cuando llegamos a aquel lugar. La calle pequeña, olvidada,
refugio ideal para un poeta, se desprende de otra, igualmente pintoresca, llena
de árboles de un intenso color rojizo, que en plena primavera austral dan una
impresión de otoño. Cuando, atendiendo los golpes que dábamos a la puerta,
apareció una mujer a quien le hicimos una pregunta absurda:
–¿Don Pablo?
–Está arriba –respondió de la
manera más natural.
Una casa saqueada.
El patio de entrada se veía
inundado. Las piezas de la primera planta, también, por un agua que fluía de
alguna parte. Al otro lado del patio, en un nivel más alto, había un jardín húmedo,
lleno de escombros: papeles, libros quemados, vidrios, muchos vidrios: crujían
bajo la suela del zapato. Dos mujeres removían cautelosamente los escombros.
Una de ellas se volvió hacia nosotros.
–La destruyeron –dijo simplemente.
Nos inclinamos para recoger una
foto sucia de barro. Era muy antigua: tres hombres y una mujer, vestidos a la
moda de los años 30, sentados en medio de la nieve. Parecían reír felices ante
el fotógrafo.
–Eran fotos y cartas de don Pablo
–dijo la mujer–. No esperaron siquiera a que muriera.
–¿Dónde lo tienen? –pregunté.
–Allí –dijo ella señalando una
casa pequeña, semejante a un palomar, que se alzaba en lo alto del jardín.
Subimos por una empinada escalera.
Al abrir la puerta, nos encontramos delante del féretro, en un cuarto helado y
sin luces, donde solo había media docena de mujeres.
Aquel féretro gris, sin pompa, sin
cirios, sin coronas, colocado en un extremo de la pieza y adornado solo con dos
rosas blancas que parecían cortadas de prisa, daba una sensación de soledad.
Bajo el cristal, descansando sobre un raso, la cara de Neruda parecía reducida,
irreal. Lo humano en aquel momento no era su cara, sino la camisa de cuadros
que llevaba abierta en el cuello y el saco de tweed: una indumentaria deportiva
que hacía pensar en plácidos domingos en Isla Negra.
La esposa de Neruda estaba sentada
junto al féretro, sola. A Matilde Urrutia la había yo conocido incidentalmente
dos años atrás en Barcelona, en la casa de García Márquez. Nada en aquel verano
hacía temer por la vida del poeta. Ni por Chile. La mujer rubia que entonces
hablaba con animación mientras se enfriaban en la nevera las botellas de vino
blanco esperando la llegada de Neruda permanecía ahora inmóvil y sin llorar, al
pie del ataúd, en un cuarto sembrado de escombros. La casa había sido requisada
y saqueada. Al ser desviadas las aguas de un canal, la planta baja se había
inundado. No había luz eléctrica. Las ventanas estaban rotas. Rotas también las
lámparas, rotas en añicos las cerámicas, quemados los libros y desaparecidos
los cuadros, una colección de primitivos que Neruda había reunido a lo largo de
su vida.
El segundo forastero que llegó,
después de nosotros, era un escritor alto, jovial, de cabellos blancos que yo
había conocido en un viaje anterior a Chile. No recuerdo hoy su nombre.
Pertenecía al partido comunista. Cuando charlábamos en voz baja junto al
féretro, Matilde se dirigió a él para solicitarle que se hiciera cargo de los
trámites con la funeraria. Buscaba un auto. Yo le ofrecí mi taxi, que esperaba
en la puerta. Así quedé también yo comprometido en esas diligencias que
abarcaron el resto del día.
Recuerdo que al salir recogí en el
jardín un buen número de fotos y cartas regadas por el suelo. Las tuve conmigo
seis meses, hasta que se las devolví a Matilde en Caracas, cuando nos
encontramos de nuevo en casa de Miguel Otero Silva. Aquella mañana, antes de
salir con mi amigo el escritor, la vi en el jardín con la frente apoyada en el
tronco de un sauce, llorando en silencio.
Mientras avanzábamos hacia el
centro de la ciudad por calles grises, llenas de frío, mi amigo nos contaba a
Fina y a mí cómo se había descartado la idea, propuesta por algunos, de llevar
el cadáver de Neruda a México. Matilde no estuvo de acuerdo porque podría ser
algo malinterpretado por el pueblo chileno. Mi amigo abrió su mano y nos enseñó
una llave. “Es para la tumba de Pablo”, nos dijo.
El mausoleo donde sería sepultado
el cuerpo del poeta pertenecía a los familiares de un famoso dirigente de
fútbol chileno, Carlos Dittborn. Sepultura provisional: más tarde sus restos
serían llevados a Isla Negra, para respetar una voluntad expresada por Neruda.
El empleado que nos atendió en la
funeraria llenó las planillas con una minuciosa aplicación burocrática.
“¿Nombre del fallecido?” “Neftalí Reyes Basoalto”. “¿Padres?” “José del Carmen
Reyes y Rosa Basoalto”. Etcétera.
Al cabo de un detallado registro,
no todo estaba en regla. Faltaba la cédula del poeta y el registro de defunción
(lo obtendríamos más tarde: Neruda había fallecido a consecuencia de un cáncer
en la próstata y no de un infarto, como se dijo).
Finalmente, una última pregunta:
“¿Cuántas carrozas?” Nuestro amigo no sabía: “En condiciones normales deberían
ser más: siete o diez carrozas, qué sé yo –dijo–. Pero me temo que en las
actuales circunstancias baste una sola”.
Su tono era ligeramente amargo. El
amigo de Neruda no sabía en aquel momento si debía o no esconderse, si sería o
no detenido. Aquella madrugada había recibido por teléfono la noticia de la muerte
del poeta cuando se hallaba en su apartamento, entregado a una faena
dispendiosa: estaba quemando su biblioteca, llena de libros marxistas, en
previsión de una requisa. Los libros habían terminado de arder en la chimenea
del salón cuando empezaba a amanecer.
Al día siguiente, contra lo que
temíamos, había más gente de lo previsto en la puerta de la casa: unas 300
personas, contando periodistas y fotógrafos europeos. El sol apenas calentaba.
Había en el aire algo que sugería aún el olor, el color del invierno austral.
Cubierto con la bandera chilena, el féretro fue transportado a través del
jardín lleno de agua hasta la carroza funeraria que aguardaba en la puerta.
Cuando el cortejo iba a iniciar su marcha, en un ambiente donde llegaba a
percibirse el miedo de aquellos días, estalló en la calle un grito anónimo:
–¡Camarada Pablo Neruda!
–¡Presente! –contestó la multitud.
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El periodista Sergio Villegas escribe en “Funeral
Vigilado” (Berlín, 1984):
“Bello: Atravesamos la Avenida Perú. Al enfilar Santos Dumont, los que habían llegado en auto comenzaron a bajar para seguir a pie.
Nunca vi mayor expresión de duelo en una multitud. En esas fisonomías se unían la desolación causada por la muerte de Pablo y la vigilia tensa que imponían por el terror los militares facciosos.
‘¡Viva Pablo Neruda!’
‘¡Viva el Partido Comunista!’
Cada cierto trecho, desde el
centro del desfile alguien leía en voz alta. Llevaba un libro de Neruda abierto
en las manos.
‘Chacales que el chacal rechazaría
piedras que el cardo seco mordería escupiendo
víboras que las víboras odiarían!
‘Compañero Pablo Neruda...
‘¡Presente!’
Este grito se repetía tres veces.
Nadie se ocultaba. Nadie tenía miedo. Muchos respondían ‘presente’ con el
rostro mojado por el llanto.
Luis Alberto: Era ‘España en el
corazón’. El presidente del Sindicato Quimantú sacó el libro y empezó a leer
con voz fuerte. Poco después aparecieron otros recitadores. Había mucha gente
que se sabía esos versos de memoria...
Los periodistas extranjeros, que
andaban por todas partes, se acercaban a preguntar y nosotros les contestábamos
apenas, temiendo que se tratara de policías...
Aída: Cuando entramos al
cementerio, íbamos ya cantando abiertamente y en realidad sollozando La
Internacional. Había mucha gente esperando. Se empezaron a vocear nombres de
nuevo. El de Pablo. Se me acercó Irma de Almeyda y me dijo: ‘No hemos nombrado
a Allende’ Íbamos atravesando la cúpula de la entrada en ese momento. Y hacia
arriba, hacia la cúpula, grité con todas las fuerzas que me quedaban:
‘¡Salvador Allende!’... Y vino el coro entonces: ‘¡Presente!’ Había un abogado
del sur por ahí cerca y escuché que decía: ‘Estos comunistas no van a aprender
nunca’. Vi a Alones muy afectado, y a Fernando Castillo, el rector de la
universidad Católica, que sollozaba. Empezó a oírse la voz de Chela Álvarez muy
fuerte...
Loyola: Yo había quedado rezagado
y cuando me reincorporé al cortejo, en Avenida La Paz, confieso que quedé
helado de pavor, pues ya en un tono crecientemente alto la gente iba cantando
La Internacional, puño en alto, todos sin distinción: Gente que jamás pensó ser
comunista, simplemente escritores o amigos de Pablo, sintieron tal vez que no
había mejor modo de expresar lo que llevaban adentro que alzar el puño y cantar
ese himno.
Los soldados rodeaban la plaza que
queda frente al cementerio. Estaban a la vista. Yo creí que era cosa de segundos
la descarga de metralleta cuando alguien de gran vozarrón empezó a gritar:
‘¡Compañero Pablo Neruda’ y todos contestamos ‘¡Presente!’ Se repitió el grito
dos o tres veces y las respuestas crecían en fuerza, pero de pronto el grito
fue: ‘¡Compañero Víctor Jara!’ y a todos se nos quebró la voz porque era la
primera vez que se nombraba a Víctor en público denunciando su asesinato.
‘¡Presente!’ contestamos todos lo mejor que pudimos.
Pero entonces se produjo un
silencio y enseguida, como tomando aliento, la voz gritó con todas sus fuerzas: ‘¡Compañero Salvador
Allende!’, pronunciando el ‘Allende’ en forma muy marcada.
Y allí la respuesta fue una
especie de aullido ronco, quebrado, distorsionado por la emoción y por el
terror y por las ganas de gritar de modo que se oyera en todo el mundo:
‘¡Presente!’ Yo creo que ahí se nos pasó el miedo a todos, porque ahí no había
ya nada que hacer. Más valía morir con el puño en alto y cantando La
Internacional, y así cantando a voz en cuello, todos llorando, entramos al
Cementerio General. Tal vez la presencia de muchos periodistas extranjeros nos
salvó”.
¡Pablo Neruda: Con su poesía
combatió, combate y seguirá combatiendo





