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jueves, 11 de septiembre de 2025

DE CÓMO VIVÍ EL 11, 12 Y 13 DE SEPTIEMBRE DE 1973

 



                                                        Iván Ljubetic Vargas, historiador del

                                                        Centro de Extensión e Investigación

                                                        Luis Emilio Recabarren, CEILER

 

 

Plaza de Armas de Temuco

 

Martes 11 de septiembre de 1973. En Temuco, capital de Cautín, la mañana se presentaba fría, pero con sol. Ya se advertía la cercanía de la primavera. Era un bello espectáculo matutino.

El cerro Ñielol, con sus faldeos colmados de árboles y vegetación, parecía un majestuoso centinela resguardando la ciudad que despertaba. Hacia el poniente corría el río Cautín. Era un nuevo amanecer de pueblo laborioso y sufrido.

La vida se deslizaba tranquilamente. Trabajadores y estudiantes repletaban las micros de la locomoción colectiva. Muchos otros iban a pie a sus labores.

Hoy se celebraría el Día del Maestro. En los establecimientos escolares tendrían lugar actos en homenaje a aquellos que han dedicado su existencia a la difícil  pero hermosa misión de educar a las nuevas generaciones.

Los martillos habían iniciado su cantar en las construcciones. En la Fábrica de Aceite de Padre Las Casas, ya estaba laborando el primer turno. Tecleaban máquinas de escribir en las oficinas. En las iglesias, creyentes oían servicios religiosos. En hospitales y clínicas se escuchaba el gimotear de los recién nacidos. En las escuelas, los niños comenzaban sus lecciones. En las tres universidades bullía la actividad juvenil. En los campos, hacía rato que el hombre de la tierra sembraba el trigo de primavera.

La gente vivía, trabajaba, comía, educaba,  estudiaba, amaba, rezaba, compraba, discutía, se enojaba y se reconciliaba, cantaba, prometía, sembraba, producía. Vivía. Simplemente vivía. Pero su existencia tenía un hermoso motivo: forjar un Chile mejor.

De pronto todo eso se rompió. Un latigazo eléctrico recorrió la Cordillera de los Andes.  Las bestias fascistas habían sacado sus garras.

                                     **********

Desde hace días una fuerte gripe me tiene postrado en cama.

Son las nueve de la mañana del martes 11 de septiembre de 1973. Hace ya rato que Marcia,  mi compañera,  se ha ido al Liceo de Niñas Gabriela Mistral, donde ejerce de directora. Hoy debe hablar en un acto del Día del Maestro.

Le he pedido  que llame a Guillermo Chandía, director de Radio La Frontera, y le diga que no podré ir a grabar el programa “La Firme de la Historia” y que repita el programa del sábado 8 dedicado  al antifascista  checo Julius Fucik.

Son las nueve y media de la mañana. Golpean  la puerta. Gritan:

-Compañero, ponga la radio.

-¿La radio, por qué?, me pregunto sorprendido.

Lo hago. Marchas militares en vez de los programas habituales.

¡Mierda! grito y salto de la cama. Pronto con mi hijo Iván, que también estaba agripado, estamos en la vieja citroneta, que esta vez no hubo necesidad de empujarla.  Partió de inmediato.



Block E de calle Volcán Tolhuaca, Población Llaima, Temuco. Vivimos en el primer piso, departamento C.


De acuerdo con  las instrucciones de la CUT de permanecer en los sitios de trabajo en caso de una intentona golpista, vamos a la sede de la Universidad de Chile, donde soy profesor. Allí reina la actividad y la confusión.

Se reúne el Frente de Trabajadores y Estudiantes Patrióticos para estudiar medidas para defender la Universidad. No tenemos ningún arma, pero estamos dispuestos a jugarnos por el Gobierno Popular. Los teléfonos no funcionan.

Un compañero se dirige  al local del Partido para obtener información. Regresa con noticias alarmantes.

La sede partidaria, ubicada en Bulnes esquina Miraflores ha sido asaltada por soldados del Regimiento Tucapel, que se dedican a destruir todo. Prenden una hoguera en la calle donde quemaban libros, banderas, retratos.  Audaces camaradas de las Juventudes Comunistas, ante las mismas narices de la soldadesca, aprovechan el fuego para quemar documentos comprometedores. Hasta el momento, al parecer, no hay detenidos.

Ante la imposibilidad de oponer resistencia alguna en la sede universitaria, acordamos abandonarla.

Salimos de la Universidad, en la leal citroneta, con el compañero Guillermo Quiñones y mi hijo, justo cuando llegaban vehículos con milicos.  Nos dedicamos a recorrer las casas de varios compañeros.

En una de ellas escuchamos parte del dramático último discurso del Presidente Salvador Allende. Conocemos  del bombardeo de La Moneda. Comprendemos que la cosa va en serio. Nos despedimos de Quiñones.

 

Vamos a buscar a Marcia al Liceo de Niñas. Por las calles sólo  patrullas militares.  Los semáforos no funcionan.

 

Marcia, mi compañera,  ha conseguido que su   Yolanda Solís  me permita esconderme en su domicilio.  Ella, una profesora, de la cual nunca supimos su posición política, acepta de inmediato. Solidaria y leal amiga,  está  dispuesta a correr  el riesgo de proteger a un  conocido comunista.

Me dirijo a mi escondite. Falta poco  para las 15, hora en que comienza a regir el toque de queda.

Se hace larga la tarde. Sin comunicación con la familia y los compañeros. Intentando tener noticias sintonizando radios extranjeras.

Esa, es  una noche llena de sobresaltos. Se escuchan el paso de las patrullas militares , ahí al lado, no más. Gritos. Disparos.  Nos parece que en cualquier momento golpearán la puerta… Es la víspera de mi cumpleaños.

 

MIÉRCOLES 12 DE SEPTIEMBRE DE 1973

Es miércoles 12 de septiembre de 1973. Estoy de cumpleaños. Cumplo cuarenta y tres primaveras. Desayunamos con la profesora Yolanda Solís, en cuya casa me encuentro “asilado”.

De pronto escuchamos golpes cercanos. Me asomo a una ventana. Sorprendido, diviso a la compañera Benilde Díaz que al otro lado de la calle golpea la puerta de una casa, en donde vivía  un dirigente del Partido, que ya se ha ido a  otro lugar.

Luego de pedir autorización a la profesora y percatarme que “no hay moros en la costa”, salgo y llamo a Benilde, quien viene de inmediato.

Entramos y nos abrazamos. Nos conocemos desde hace unos 20 años, cuando yo  recién había  llegado a Cautín y ella trabajaba como obrera en la Industria Posek de Temuco, que producía  escobillones y escobillas de lavar ropa. Benilde siempre ha sido muy delgada, ágil y responsable. Vive en la sufrida población La Fama en las riberas del río Cautín.

-Qué sorpresa y alegría de encontrarte, compañero Iván. Fíjate que anoche nos reunimos y vimos que lo primero era tener información y orientación. Por eso vine al local, pero había milicos y pasé de largo.

Me acordé de la dirección del regidor y aquí estoy.

Había atravesado  prácticamente todo Temuco a pie.

Le informo todo lo poco que sé y le insisto que lo fundamental es cuidarse y mantener los  contactos. Un abrazo de despedida y ella parte hacia La Fama. Fue la última vez que nos vimos. 

Decido  ir al centro a buscar  información.  Desde una cuadra de distancia observo  el local que fuera del Partido, ubicado en la esquina de Bulnes y Miraflores.  Ya no está el círculo con la hoz y el martillo, que colgaba en la puerta principal, ni la bandera de la Unidad Popular que los muchachos de  la Jota habían colocado en el tercer piso. Hay huellas de destrucción y saqueo.

 

De pronto  escucho que alguien me llama. Es el compañero Juan Antonio Chávez, Secretario Político del CR Cautín y miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas. Con su acostumbrada sonrisa me entrega algunas informaciones. Nos despedimos. Él se dirige a una reunión clandestina de la Juventud.  Yo, extremando precauciones, voy a donde se encuentra el compañero Alberto Molina, Secretario  del CR Cautín del Partido.  Analizamos la situación. El compañero Alberto, como es su costumbre, da su opinión con sencillez, calma y optimismo. En verdad, conversar con él levanta el  ánimo y  se abren nuevas perspectivas.

 

Vuelvo a  casa de la profesora Yolanda Solís. Escucho en la radio el Bando N. 11 del jefe de la Zona en Estado de Sitio, donde se señalaba  que ese día deben presentarse en el Regimiento Tucapel, antes de las 14 horas, más de 50 ciudadanos “para comprobar sus domicilios”. Mi nombre encabeza la lista.

A partir de ese momento me encuentro  enfrentado al dilema: ¿Qué hacer? ¿Presentarme a no al llamado “para comprobar domicilio”?

 

Llueve. Día triste, gris, invernal. Hasta la primavera tiene pudor de asomarse a un país ensangrentado. Pero tengo la alegría  que mi hijo Ivo viene a verme y,  que algo más tarde lo hace Marcia, mi compañera.

También acude un dirigente regional  con la opinión del camarada Molina: “Quédate hasta el último. Primero vemos como les va a las otras personas citadas. Si no les ocurre nada, te presentas”.

 

Se conoce algo de  lo que  ocurre en los interrogatorios. Varios compañeros, algunos muy conocidos como el diputado Edmundo  Salinas y el compañero Alonso Neira, luego de pesados interrogatorios, son dejados libres. Faltando sólo 30 minutos para el plazo, se adopta la decisión final: me presento.

 

Me encamino al Regimiento Tucapel. Al cruzar  la plaza Manuel Recabarren, que queda al frente de la  base militar, me encuentro con un compañero del MIR. Está muy optimista. Me dice que circula  la noticia que, desde el sur avanzan tropas leales,  encabezadas por el general Carlos Prats.

Son las dos menos cinco cuando cruzo la entrada del cuartel.  Hay severo control. Un conscripto metralleta en mano me conduce al interior.

 

                    





Alejandro Flores Rivera

 


En una gran sala, donde  parece ensaya la banda del Regimiento,  estoy  con varios camaradas. Nerviosos. Pero no falta quien eche  sus tallas. Uno  de ellos, es  el compañero Alejandro Flores, trabajador del Hospital y dirigente del gremio de la salud, la FENATS, que poco después será  asesinado por los fascistas.

Algunos ya han declarado y se fueron a sus casas. Eso da cierta tranquilidad.

Por no haber estado al primer llamado, soy el último en ser interrogado. Entro a una sala pequeña. Hay dos soldados con  uniforme de la Aviación. Uno joven, otro viejo. Me agarran en primera.

 

-Ah! El profesor comunista que  recita a Marx.

- El marxismo es una ciencia y no se recita, les respondo de entrada.

-Cállate, concha de tu madre, ahora somos nosotros los que decidimos todo.

 

Me toman los datos, pero escriben lo que quieren. Los dejé hacer. No me quedaba otra.

Finalmente me dicen:

- Por ser uno de los responsables del caos en la Provincia...

- Pero, si el golpe lo dieron ustedes...

-Por ser uno de los responsables del caos en la provincia deberá presentarse ante la Fiscalía Militar.

Pienso que me enviarán de inmediato ante ella. Pero, para sorpresa mía, me dicen: te va a tu casa y mañana te presentas  a las 9 horas, aquí mismo.

 

Salgo del Tucapel. Me dirijo  hacia mi departamento (el C)  en el Block E de la calle Volcán Tolhuaca  en la Población Llaima, ubicada en el oeste de Temuco.

De pronto  me encuentro con el profesor Eduardo Pino, un  amigo democratacristiano que, junto con su esposa, me miran sorprendidos y me abrazan.

-Iván, me dicen, escuchamos por radio que te habían fusilado. Íbamos a tu casa a darle nuestro pésame a Marcia.

Un escalofrío recorre mi espalda.

Fue un cumpleaños amargo, doloroso, triste. Esa noche, en mi departamento, me duermo pensando en el heroico compañero Presidente.

 

JUEVES 13 DE SEPTIEMBRE DE 1973

 

En la mañana del   jueves 13 tomé una micro en dirección al Regimiento Tucapel. Iban en ella,  entre los pasajeros, el compañero Meza y su hija, que trabajaban en el Seguro. Me miraron en tal forma que me di cuenta que también habían escuchado la noticia de mi fusilamiento. Se acercaron a mí. Me abrazaron. Cuando les conté que iba a presentarme a la Fiscalía Militar, me dijeron que no lo hiciera, que mejor buscara donde ocultarme.

 

Al llegar a la puerta de Tucapel fui recibido  por el centinela con el tradicional: ¡Cabo de Guardia!

Acompañado por un milico metralleta en mano, me llevaron al lugar donde atendía la Fiscalía Militar.

Estaba esperando en un pasillo cuando apareció un militar, a quien no conocía, que  me saludó muy atentamente:

- Buenos días, don Iván, ¿qué hace usted aquí?

- Buenos días, estoy citado por la Fiscalía Militar.

- Esos llegan siempre tarde, váyase a tomar un cafecito a su casa...

Acompañado por un soldado armado con una metralleta, llegué a la puerta del Regimiento. Me dirigí donde estaba el resto del secretariado.

Informé lo ocurrido. Vimos que lo más adecuado era que volviera a ir al Tucapel.  Así lo hice. Me condujeron al pasillo donde ya estuve. Una vez que se me acostumbré a la semi penumbra que allí había, divisé a varias personas que estaban de pie junto a una pared. Con espanto los reconocí. Eran  miembros del Comité Regional de las Juventudes Comunistas. Me acerqué a ellos. El compañero Chávez, secretario regional de la Jota y miembro del Comité Central de ella, al verme me dijo:

 

- Compañero Iván, nos pillaron  reunidos en casa de la compañera Delia y la transformaron  en una “ratonera” (los agentes quedaban en el lugar esperando que llegaran otros comunistas para detenerlos). Hay que avisar...

En ese momento sentí un sorpresivo y doloroso golpe a la altura de los riñones. Un milico me había pegado con la culata de su arma. Apareció “mi ángel de la guarda”. Le gritó al soldado que me había agredido:

-Desgraciado, ¿No sabes a quién estás golpeando? Te vas castigado...

Se dirigió a mí y  me dijo:

- Ya le expliqué, don Iván, estos de la Fiscalía llegan tarde, váyase a tomar un cafecito...

Ordenó a un conscripto que me acompañara a la puerta. En el trayecto el joven recluta me dijo:

- Son unos héroes esos cabros. Les pegaron toda la noche y no han dicho nada... Adiós, compañero Iván. Era seguramente un joven comunista  al que no reconocí.

Salí y me dirigí a donde estaban ocultos los  dirigentes. Informé de la situación. Y volví -increíble, pero cierto-  por tercera vez en esa mañana del 13 de septiembre a comparecer ante la Fiscalía Militar.

 

En el pasillo, en vez de mi  “ángel guardián” encontré  a un oficial de rubios bigotitos que preguntó  a qué venía. Le expliqué que a la Fiscalía Militar. Inquirió la razón de ello. Por ser comunista, le respondí.

Me invitó a pasar a una pieza. Me ofreció una tacita de café. Bebo té, le dije. Mandó a traerme una taza de té.

 

Comenzó a conversar conmigo:

-Respeto a los comunistas, señaló, porque hacen lo que dicen. En cambio detesto a los socialistas, sobre todo a ese Altamirano. Nosotros queremos realizar un gobierno como el de los militares del Perú, progresista y nacional...

- Si ello es así, le repliqué, ¿por qué dieron el golpe contra el Gobierno de Allende?

- Porque quería imponer la dictadura del proletariado...

Hablamos un rato. Después me pidió disculpa pues  debía retirarse.

Quedé sólo. Recién en ese momento tuve cabal conciencia de mi situación. Intenté salir de la pieza. La puerta no se abría  desde adentro. Mire  la pequeña ventana. Tenía barrotes.

De pronto escuché  voces en una pieza del lado. Alguien hablaba amenazante:

- Eres responsable de la mala salud en la provincia,  aquí te las vas a ver con nosotros...

- Siempre cumplimos con nuestro deber de médicos y dirigentes responsables, respondió una voz serena y firme

Reconocí de inmediato que quien hablaba era el doctor y compañero Hernán Henríquez.

 





Doctor Hernán Henríquez

 




El otro lo insultó groseramente. Yo, en un impulso solidario, empujé la puerta que separaba ambas salas, la que se abrió. Increpé al militar que insultaba al camarada a Hernán:

- ¿Quién sois, vos mierda, para tratar así al doctor? 

El soldado me miró sorprendido y furioso. Gritó:

- Soy el mayor Jofré, Fiscal Militar. ¿Y tú quién eres?

La verdad es que lo había tomado por un milico raso, como todos andaban de uniforme de campaña y, por lo demás, no tenía idea de los grados.

- Soy Iván Ljubetic Vargas.

- Ah! Te andábamos buscando. También te irás a la cárcel.

 

Nos subieron arriba de un camión militar,  al doctor Hernán Henríquez, al abogado socialista  Armando Jobet y a mí. Cada uno con un milico apoyando una metralleta en las costillas. Yo iba emputecido. Saludando con el puño derecho en alto a quien viera en nuestro recorrido. Cerca de la cárcel, me embargó la emoción, un grupo de mis alumnos de la universidad, al verme me saludaron agitando sus pañuelos y algunos levantando sus puños. El militar que me custodiaba apretaba entusiastamente el cañón de su arma en mi espalda.

 

(Pienso que esa serie de actos irreflexivos que llevé a cabo esa mañana del 13 de septiembre, me salvaron la vida. Pocos días después, mientras estaba en prisión, llegaron a buscarme a mi departamento un grupo de carabineros y civiles, combinación que siempre resultó fatal. Los atendió Ivo, mi hijo. Cuando les dijo que yo estaba en la cárcel, exclamaron: Podemos esperar,  ahí lo tenemos seguro).

 

 

Cárcel de Temuco